Mi reino por un plátano
Cuentan que cuando el muro cayó y las dos Alemanias se unieron, desde el Oriente llegaban los que nunca se habían comido un plátano. Miraban extasiados el largo fruto que los desabastecidos mercados del Este no habían vendido en tantos años de economía centralizada. Me imagino que probar la dulce masa de una “banana” debió ser como degustar el fin de un sistema que duró cincuenta años. Entre esos dos “sabores”, yo preferiría experimentar el segundo, porque el otro ha estado en mi mesa desde que era pequeña.
El plátano fue -junto a la naranja- una de las frutas básicas en nuestras casas, mucho antes que los alemanes supieran de su existencia. Los cubanos no hubiéramos tumbado un muro por morder su erguida consistencia, pero a él le debemos que nuestra alimentación en los años noventa no haya sido más frugal. El “fufú” hecho con las variedades llamadas “macho” o “burro” fue, durante semanas, el único alimento para mi cuerpo adolescente. Como beneficiaria de sus virtudes, desearía erigirle un monumento, aunque para ello deba importar un ejemplar desde Costa Rica y usarlo como modelo para la merecida estatua.
No veo un plátano desde septiembre del año pasado, cuando los huracanes arrasaron con las plantaciones. Me niego a creer que, después de haber resistido los desastrosos planes agrícolas y los desafortunados cruces genéticos, vayamos a perderlo ahora. Esta fruta, que logró superar los experimentos del Gran Agricultor en Jefe, no puede venir a perecer a manos de un par de ciclones. Tengo el temor de que estemos -como los berlineses de 1989- a punto de correr de ansiedad tras el sabor del plátano.