Los reyes a pie
El año pasado los periódicos cubanos criticaron fuertemente el renacer de la tradición “consumista” de los reyes magos. Describieron las multitudes que, durante días, abarrotaron las tiendas de juguetes en pesos convertibles, y atacaron las diferencias sociales que genera esa práctica. Este enero la solución que han encontrado las autoridades, para evitar “los excesivos gastos” y los alardes de consumo, ha sido no sacar a la venta nuevos e interesantes juguetes. Sin embargo, los padres no han dejado de comprar y han arrasado también con las pistolitas de agua y las espadas de factura china.
Para mí, nacida en los setenta, los reyes venían de otra manera. Llegaban en julio y ya no se llamaban Melchor, Gaspar y Baltasar sino que eran para nosotros tres categorías de posibles juguetes a comprar en el mercado racionado: básico, no básico y adicional. Mi madre nos llevaba a hacer la cola desde la madrugada anterior. La espera era un largo proceso de frustración, al ver como se iban acabando las muñecas más bonitas, hasta que –al llegar al mostrador- teníamos que cargar con un set de carpintero o con una escoba y un plumero de plástico. No obstante, en mi familia seguíamos llamando a aquello “el día de los reyes magos” y al evocarlo semanas después, yo recordaba el trineo, rememoraba los camellos y adivinaba las coronas.
Las tradiciones tienen la capacidad de agazaparse cuando son prohibidas. Se convierten en mito y los padres se las transmiten a los hijos en voz baja. Nada es tan absurdo como querer erradicar lo que forma parte del inventario fantástico de una sociedad. Por eso hoy, veinte años después del último juguete que me tocó por la libreta, me he regalado un chocolate. Venía todavía con olor a desierto, a pesebre y a bebé.