¿Quiénes les temen a los libros?
Noche de sábado y acumulo bostezos frente a un aburrido thriller de policías y delincuentes. Suena el teléfono y es Adolfo, todavía tras las rejas desde que una pataleta del poder lo condenara en la Primavera Negra del 2003. Se le oye agitado. Unos carceleros, cuasi-analfabetos, le impiden recibir los libros y revistas que le llevó su esposa en la última visita. La lista de los “peligrosos” textos retenidos incluye las publicaciones católicas Palabra Nueva, Espacio Laical y unas reflexiones espirituales de San Agustín. Sus compañeros de causa, Pedro Argüelles Morán y Antonio Ramón Díaz Sánchez, se le han unido para presionar de la única forma que pueden: rechazar el magro sustento que ponen sobre sus bandejas. Hasta que no les dejen pasar el alimento de las letras, evitarán la insípida ración que los mantiene vivos.
La desconfianza que provocan los libros entre los guardianes de la prisión de Canaleta me ha recordado al colombiano Jorge Zalamea y su poema-novelado “El Gran Burundún Burundá ha muerto”. Un dictador, temeroso del lenguaje articulado, condena a sus súbditos a un mundo sin comunicación y sin literatura. Para hacer que se cumpla su mandato de silencio, recluta a todos aquellos a quienes ofende la palabra. Convoca, para formar sus huestes de censores, a “los incapaces de fervor, a los que carecen de imaginación, a los que jamás se hablaron a sí mismos, (…) a los que pegan a las bestias y a los niños cuando no entienden sus miradas…”.
Los peones que hoy retienen los libros de Adolfo forman parte de esas mismas falanges de interventores iletrados. Carceleros de la expresión, intuyen –tal y como lo comprendiera el Gran Burundún- que la condición humana y “la rebeldía que la sigue, tienen su fundación en la palabra articulada”. Sospechan que cuando Adolfo, Pedro y Antonio se sumergen en un ensayo o en un cuento los barrotes se esfuman, la cárcel se aleja y logran sacudirse sus enormes condenas. La “instrucción” recibida por los guardianes de las cárceles cubanas les alcanza para saber que un libro es algo extremadamente peligroso.