Anónimo

Yoani Sánchez

18 de agosto 2012 - 18:03

Alguien lanzó la carta por la ventana hacia la oficina del director, en una bolsa de nylon con una piedra dentro. Renglones y renglones de una letra apretada, inquieta, que denunciaba el desvío de recursos en el área del comedor. Allí estaba la descripción meticulosa del almacén “particular” donde se guardaban esos productos que nunca llegaban a la mesa de los estudiantes. Y la abultada cifra de raciones que terminaban -cada semana- en tanquetas para alimentar los cerdos del administrador. En ocho hojas se delataban los trucos para cuadrar los números a fin de mes y hasta el nombre de quien avisaba sobre posibles inspecciones.

Aquel anónimo obligó a una reunión de urgencia. La sorpresiva auditoría a la cocina había confirmado lo dicho por el incógnito justiciero. Un jueves, en asamblea de manos levantadas, por unanimidad, se expulsó a los implicados en el defalco y se nombraron nuevos trabajadores para esas plazas. Desde las sillas del amplio local, pocos creyeron que la comida robada terminaría en las bandejas y que el almuerzo de los alumnos recuperaría sus gramos perdidos y sus sabores extraviados.

Cuando llegó el lunes, los nuevos empleados de la cocina ya tenían su propia dinámica para malversar. Escondían los sacos de frijoles y las botellas de aceites en un lugar distante al descubierto por los auditores. Durante al menos tres días, pusieron sobre los platos la cuota establecida, pero gradualmente fueron retirando una onza aquí, un gramo allá. Los cerdos de algún corral lejano volvieron a engordar con el caldo y el arroz que de tan insípidos muchos escolares ni probaban. Adulterar los números garantiza que el desfalco no se note en los papeles, mientras un informante -cercano al director- advierte si hay una inspección del ministerio. El anónimo acusador y su denuncia sólo lograron que el robo cambiara de nombres y que el desvío de recursos terminara en poder de otras manos.

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