Claroscuros

Yoani Sánchez

05 de junio 2011 - 06:49

Hace casi dos años que no me atiendo en un hospital. La última vez fue en aquel noviembre de golpes y secuestro donde mi zona lumbar quedó muy mal parada. En esa ocasión aprendí una lección duradera: que puestos a elegir entre el juramento de Hipócrates y la fidelidad ideológica, muchos galenos prefieren violar la privacidad del paciente –comparada al secreto confesional de un sacerdote– que oponerse con la verdad al estado que los emplea. Ejemplos de esto han sobrado en la tele oficial durante los últimos meses y han alimentado más mi desconfianza con el sistema de Salud Pública cubano. Así que me curo con las plantas que siembro en mi balcón, hago ejercicios cada día para evitar enfermarme y hasta me compré un Vademécum por si necesitara auto recetarme en algún momento. No obstante mi “rebeldía médica”, no he dejado de observar e indagar por el deterioro creciente de este sector.

Entre los recortes hospitalarios de los últimos tiempos, uno de los más notables tiene que ver con los recursos para el diagnóstico. Los doctores reciben asignaciones muy reducidas de radiografías, ultrasonidos o resonancias magnéticas que tendrán que distribuir entre sus pacientes. Las anécdotas de fracturas que se entablillan sin pasar por los rayos X, de dolores abdominales que se complican porque no se les puede hacer una exploración, son tantas que ya ni nos sorprenden. Tal situación se presta además para el clientelismo, donde quienes pueden hacer un regalo o pagar subrepticiamente obtienen una mejor atención que otros. El trozo de queso regalado a la enfermera y el indispensable jabón de tocador que muchos le obsequian al estomatólogo aceleran notablemente el tratamiento y compensan los subvalorados salarios de estos profesionales de la medicina.

Un termómetro resulta, desde hace tiempo, un objeto ausente de los estantes de las farmacias en moneda nacional, mientras las que son en moneda fuerte tienen los modelos más modernos y digitales. Hacerse unas gafas para paliar la miopía puede demorar meses por los caminos del subsidio estatal o veinticuatro horas en las Ópticas Miramar donde se paga en pesos convertibles. Los cuerpos de guardia de los hospitales tampoco escapan de esos contrastes: podemos toparnos con el neurocirujano más capacitado de toda la región del Caribe, pero no tiene ni una aspirina para darnos. Son esos claroscuros que también enferman, que desgastan al paciente, a sus familiares y al propio personal médico. Y nos van dejando una sensación de estafa, de que esa conquista largamente enarbolada frente a nuestros rostros se desmorona y ni siquiera nos permiten quejarnos de ella.

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