La FMC y su imposibilidad de reformarse

Yoani Sánchez

17 de diciembre 2011 - 20:03

Llegaste a los seis años y ya estaba esperándote la pañoleta, la consigna de “Pioneros por el comunismo, seremos como el Che”. Después, fue tu entrada al preuniversitario y en automático, sin que nadie te preguntara, formabas parte de la Federación de Estudiantes de la Enseñanza Media (FEEM). Seguías creciendo, la saya te apretaba y bajo la blusa del uniforme un par de brotes comenzaban a notársete. Cuando  arribaste a la pubertad, formabas parte ya de los Comités de Defensa de la Revolución y también fuiste a parar de cabeza a la Federación de Mujeres Cubanas (FMC). Tediosas reuniones, señoras que vigilaban si llegabas tarde a casa, lenguas listas para delatar cualquier frase irreverente que se te escapara.

Te impartieron una docena de cursos sobre el papel de la féminas en la Revolución, pero nadie vino a detener la mano del marido que te golpeaba en casa. Eras sólo un número en las listas de federadas y –más de una vez- desviaste dinero de la recaudación de la FMC para poder llegar a fin de mes. No te fue difícil aprender a separar el lenguaje de los comunicados que leías con voz arrobada, de aquellas frases domésticas en las que sí mostrabas tu disgusto. Desarrollaste varias técnicas para controlar los bostezos en esas asambleas donde te exigían “más sacrificio, mayor entrega”. Y en un momento, todo aquello comenzó a parecerte tan inútil, tan despegado de la realidad, tan distante de la pensión ridícula que te entregaba el padre de tus hijos y del jefe que te exigía “favores” para mantener tu empleo. Te percataste que el verdadero discurso de tus días era el que salía de aquella olla semivacía -como una boca abierta- en mitad de tu cocina.

Desde hace cinco años ya no eres federada. ¿Para qué sirve una organización así? dices ahora, después de comprender que exigir los derechos de las mujeres no se puede lograr a través de un oficialismo tan masculino. Anoche oíste en la TV que la FMC quiere “darle un giro” a su papel en la sociedad y después de eso te palpaste el vientre, te tocaste los brazos, miraste las paredes de tu casa despintada y de tu vida en moneda nacional. Y a pesar de la diferencia entre tu cara reseca y el perfecto maquillaje de las entrevistadas en el noticiero estelar, te sentiste más libre. Porque aquel reportaje tenía un tufo a naftalina y tú no, tú estás viva y por primera vez en tus cuarenta años no “perteneces” a nada.

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