Mecanismo aceitado

Yoani Sánchez

03 de abril 2011 - 23:49

Una gota me resbalaba por la pierna, se me metía en la oquedad que el tobillo forma con el zapato y debía hacer mil piruetas para que mis condiscípulos del preuniversitario no se dieran cuenta. Durante meses, mi familia sólo tuvo aquel aceite mineral para cocinar, gracias a un pariente farmacéutico que lo sacaba a escondidas de su trabajo. Recuerdo que al calentarlo hacía una espuma blanca en la cazuela y después la comida quedaba con un tono dorado de fotografía, ideal para revistas gastronómicas. Sólo que nuestros cuerpos no podían absorber aquella grasa destinada a crear lociones, perfumes o cremas. Se nos salía por el último tramo del intestino y goteaba, goteaba, goteaba… Mi poca ropa interior quedaba manchada, aunque al menos así podíamos descansar de la comida sólo hervida y probar otra, un tanto asada.

Éramos realmente afortunados por tener aquel remedo de “manteca”, que alguien robaba para nosotros, pues en los años noventa muchos otros tuvieron que destilar aceites de motores para utilizarlos en sus cocinas. Quizás de ahí nos viene a los cubanos el trauma con ese producto  que se extrae del girasol, la soya o el olivo. El precio de un litro de aceite en el mercado se convirtió en nuestro propio y popular indicador de bienestar o de crisis, en el termómetro para medirle la temperatura a las carencias. Con una cultura culinaria cada vez más reducida, de Pinar del Río a Guantánamo, la mayoría de los fogones sólo conocen recetas que incluyen freír los alimentos. De ahí que la grasa de cerdo o  esos líquidos mantecosos, con nombres altisonantes como “El Cocinero” o “As de oro”, resulten imprescindibles en nuestra vida cotidiana.

Cuando hace unos días –sin previo aviso– aumentó en un 11,6 % el costo del aceite vegetal en las tiendas de divisas, la sensación de molestia fue muy fuerte, incluso mayor que cuando subieron los precios del combustible. Muchos no tenemos autos para constatar cómo cada vez más pesos convertibles se convierten en menos gasolina, pero todos nos enfrentamos cada día a un plato donde los productos de primera necesidad han levantado vuelo. Que eso ocurra sin que le acompañen protestas públicas, cacerolazos de amas de casas descontentas o largos artículos en la prensa quejándose del atropello, es más difícil de tragar que una comida sin grasa. Me da más vergüenza esta aceptación tácita de la subida que el hilo de aceite mineral que me bajó una vez por la pantorrilla ante la mirada burlona de mis colegas.

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