Tarará

Yoani Sánchez

17 de octubre 2010 - 18:48

Dos semanas en el campamento de pioneros Tarará y mi hermana y yo regresaríamos a casa contando las zambullidas en la playa. Pero esa vez sería distinto, pues íbamos a formar parte de una actividad para mostrar a alguien muy importante que la villa de casonas particulares era ahora una zona para el disfrute de los hijos de obreros. Sobre el césped –en la rivera ribera del río– formaríamos cinco grandes círculos que representaban los continentes y  nos tomaríamos de las manos vestidas con los trajes típicos de cada región. A mí me tocó ser lituana.

Mi madre alquiló los disfraces en una tienda de la calle Galiano de la cual sólo queda hoy una fosa albañal drenando hacia la acera. Debía usar una blusa de mangas largas, sobre ella un chaleco de tela gruesa con bordados de colores, además de una diadema en la cabeza y polainas sobre los zapatos. El traje no era nada adecuado para el agobiante sol de aquel  julio de 1984, pero resistí varios días de ensayo por la curiosidad sobre quién sería el distinguido visitante. Cerca de mí, unas colegas de la misma escuela rabiaban de calor, embutidas en un multicolor atuendo mongol. El guía tocaba el silbato y dábamos vueltas en una dirección o en otra sobre la hierba cortada, a la espera de esos  encumbrados ojos que nos mirarían girar.

El día planeado para representar en directo nuestra danza mundial, yo descubrí que en el albergue me habían robado una polaina y mi hermana mostraba los primeros síntomas de una insolación. Bailamos en redondeles con desgano, mientras se propalaba el rumor que el hermano del Máximo Líder llegaría en cualquier momento. Una caravana de autos veloces cruzó el puente sobre el río Tarará, eran tres Alfa Romeo color vino tinto. Un minuto después nos dijeron que podíamos abandonar la formación; el eminente visitante ya había pasado. Raúl Castro, como en el filme español Bienvenido Mr. Marshall, nos había dejado con la ropa puesta y la coreografía ensayada.

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