El estigma de la prosperidad

Yoani Sánchez

13 de abril 2010 - 07:47

Para los cubanos de mi generación, la idea de anhelar el éxito implicaba el padecimiento de una terrible desviación ideológica, no sólo si se pretendía sobresalir en lo personal sino también en el ámbito profesional o económico. Se nos educó para ser humildes y se nos impuso la norma de que al recibir algún reconocimiento público, era obligatorio subrayar que sin la ayuda de los compañeros que nos rodeaban hubiera sido imposible obtener semejante resultado. Lo mismo ocurría con la simple tenencia de un objeto, el disfrute de una comodidad o la “malsana” ambición de prosperar.

La pretensión de ser competitivo se castigaba con etiquetas muy difíciles de despegar de nuestro expediente, como las acusaciones de autosuficiente o inmodesto. El éxito tenía que ser -o parecer- común, fruto del esfuerzo de todos, bajo la sabia dirección del Partido. Así aprendimos que la autoestima tenía que disimularse y que había que ponerle riendas al entusiasmo emprendedor. Los mediocres tuvieron su agosto en esta sociedad que terminó por cortar las alas a los individuos más atrevidos, mientras potenciaba el conformismo. Eran los tiempos de ocultar las pertenencias materiales, demostrar que todos éramos hijos de abnegados proletarios y afirmar que odiábamos profundamente a los burgueses.

Algunos fingieron que abrazaban el igualitarismo, pero en realidad acumulaban privilegios y amasaban fortunas, mientras repetían en los discursos los llamados a la austeridad. Eran los que seguían diciendo en las autobiografías que venían de una familia pobre y que su aspiración principal era servir a la patria. Con el tiempo sus colegas del trabajo descubrían que detrás de la imagen de ascetismo se escondía un desviador de recursos del Estado o un acumulador compulsivo de posesiones materiales. Aún hoy, la máscara de la frugalidad ha seguido en sus rostros, aunque sus abultados abdómenes digan todo lo contrario.

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