Cuando un amigo se va…

La Habana/La pérdida de una mascota causa siempre un profundo dolor. Algunos no entienden que nos quedemos tan descorazonados por la muerte del perro que nos ha acompañado por años o del gato que hasta ayer dormía sobre nuestro sofá. Sin embargo, quienes han compartido su vida con estos seres afectivos saben bien de lo que hablo. Es triste, porque perdemos su compañía y alrededor nuestro queda un vacío difícil de llenar.

Esta semana he perdido a mi perro. Estaba enfermo, por lo que no ha sido una sorpresa, pero siempre tuve la esperanza de que lograría recuperarse como en tantas veces anteriores. Se fue definitivamente una tarde calurosa, mientras yo estaba a su lado hablándole para hacer la partida más tranquila. En cuanto murió me propuse no recordarlo así, enflaquecido y débil, sino jugueteando en medio de la sala con un muñeco de peluche que le gustaba mucho. En los minutos después que expiró, evoqué el primer día que llegó a casa, destartalado por los rigores del abandono en la calle pero con una vivacidad que nos encantó a todos. En aquella ocasión se tragó toda la comida que pusimos en el plato, apenas sin masticar. Esa imagen fue la que quise repasar durante las horas posteriores.

Me preparé también para aceptar su partida, diciéndome que al final él había sido feliz junto a nosotros, que había tenido el cariño de una familia y nos había regalado momentos increíbles. Pero esa "fortaleza" sólo me duró un breve rato. Cuando entré a mi habitación y vi la pelota que mordisqueaba, me eché a llorar. Los días han pasado lentos y todavía en el suelo de la casa quedan sus pelos. Aunque ya no esté, he cambiado varias veces el agua del pozuelo en que tomaba. Está siendo difícil, muy difícil. Me he prometido, no obstante, que volveré a tener otra mascota, aunque su pérdida me cause algún día un sufrimiento similar al de ahora.

Vale la pena vivir, por encima de los momentos difíciles, la alegría que nos regalan estos seres.