Desconcierto en las calles de Centro Habana

Muchas rutinas, pequeñas y grandes, han cambiado en Cuba desde la llegada del coronavirus

Algunas familias han logrado escapar de la falta de alimentos en las tiendas gracias a varios servicios de entrega de comida a domicilio. (14ymedio)
Algunas familias han logrado escapar de la falta de alimentos en las tiendas gracias a varios servicios de entrega de comida a domicilio. (14ymedio)
Luz Escobar

28 de mayo 2020 - 17:01

La Habana/No se ven desde hace mucho tiempo, se saludan primero de una acera a otra pero luego terminan avanzando uno hacia el otro; guardando la distancia dos amigos se saludan chocando los codos y sin quitarse las mascarillas del rostro conversan unos minutos bajo el sol de la calle San Lazaro, no se abrazan ni se besan, al despedirse vuelven a chocar los codos.

Un paseo por Centro Habana deja ver cómo han cambiado muchas rutinas, pequeñas y grandes, desde que el coronavirus llegó a la Isla.

"Mi hija cumple 15 el año que viene. Ella odiaba hablar por teléfono pero ahora se la pasa el día pegada al aparato conversando con sus amigos", cuenta Alicia Pineda, de 45 años. La nueva costumbre que su hija ha adquirido durante el confinamiento para comunicarse con sus amigos le ha supuesto un buen aumento de la factura.

"La cuenta enviada por Etecsa, que normalmente aquí no pasa de los 20 pesos, este mes llegó a 114. Yo la entiendo porque es lógico que se aburre mucho y extraña salir y verse con los muchachos del barrio, pero con ella he sido muy estricta. Desde que suspendieron las clases no ha salido ni a la esquina, no puedo darme el lujo de que uno de nosotros vaya a parar a un hospital", explica.

Pero lo único que crece es el gasto. La comida, en cambio, mengua. "Todo se ha vuelto muy difícil. Aquí en casa nadie ayuda mucho, la carga más dura de trabajo está sobre mis hombros. Desde que esto de la pandemia comenzó, en casa más nunca hemos podido tener carne en la comida de cada día, algo que aquí era una religión", lamenta.

Alicia Pineda habla mientras escoge los frijoles que compró en el mercado racionado. Al pie de la ventana, con la poca luz que entraba de la terraza, piensa qué otra cosa puede poner en el plato de su numerosa familia. Hoy solo ha conseguido esos frijoles y un picadillo que, dice, le puede alcanzar para dos o tres comidas.

"Ahora también se ha perdido el arroz. A estas alturas del mes siempre tengo que resolver con el que venden por la libre, pero ya de ese no hay en ninguna parte, es desesperante el tema de conseguir alimentos y yo tampoco puedo estar cinco horas en una cola", añade Pineda, que vive en un pequeño apartamento con su hija adolescente, sus abuelos, dos tías mayores y tres primos. "Además, como nadie sale, nos pasamos el día chocando, viéndonos las caras, es insoportable".

En la acera de enfrente, dos niños juegan haciendo chapotear un poco de agua estancada con un palo. Están descalzos y no llevan camisa ni mascarilla, una imagen que parece más de un pasado pre-pandémico, pero que, en realidad, es excepcional.

"Los niños no han soportado bien el cambio de rutina. Se pasaban el día jugando en el parque, por eso ni les digo nada cuando salen a la acera", cuenta la madre de los dos menores, de cinco y ocho años.

"Yo estaba feliz porque ya podía comenzar a trabajar cuando el chiquito comenzó la escuela en septiembre, pero qué va, todo cambió de pronto y ni tuve tiempo de encontrar un trabajo. Estoy obstinada, me paso el día lavando, cocinando, organizando, fregando. Esto tiene que terminar pronto o me voy a volver loca", cuenta la joven, de 26 años, desesperada por tener a sus hijos "las 24 horas en casa".

"A ver, no todos la pasan tan mal", admite. "Mi vecina de los altos tiene familia afuera que le mandan su remesa religiosamente cada mes. Ella casi todos los días pide comida por encargo que le traen a la puerta de su casa, algunas veces la paga aquí pero otras se la paga su familia desde allá, una maravilla pero yo no puedo darme ese lujo. Por esta calle se ve el día entero el sube y baja de las motos de esos negocios". Una vez más, tener familia en el extranjero define la clase social en la Isla.

La calle San Lázaro, habitualmente un hervidero de cafeterías y pequeños negocios, es ahora un desierto. Apenas tres de estos locales han seguido funcionando, aunque también con algunos cambios en la rutina. Uno de ellos ofrecía este jueves platos de hígado de cerdo con arroz, ensalada y vianda a 40 pesos y la misma combinación pero con pollo o carne de cerdo a 50 y 60.

"Ahora no podemos dejar que los clientes se coman la cajita aquí como era antes. Lo que vendemos es solo para llevar porque si no nos arriesgamos a una multa por propagación de epidemia. Tampoco es fácil conseguir suministros y, para seguir abiertos, hacemos magia, por eso también algunos precios han subido porque hemos tenido que dedicar el doble de esfuerzo y hasta más dinero para conseguir lo mínimo necesario para no cerrar", comenta uno de los empleados mientras sirve un jugo de mango a uno de sus clientes.

Un hombre de unos 50 años se acerca al mostrador, se baja la mascarilla, mira a derecha e izquierda atento a que no lo sorprendan desprotegido y da un trago a su jugo. "¿Quién me iba a decir a mí que yo iba a pagar un vaso de jugo de mango a 10 pesos?", se pregunta.

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