"Con los años uno aprende que no hay que disentir"

El Delfín Prats que ganó el Premio Nacional de Literatura de 2022 no se parece al joven poeta censurado en 1968

Las cicatrices que el Quinquenio Gris y las siguientes décadas dejaron en Delfín Prats no fueron fáciles de disimular. (Omar Sanz/OnCuba)
Las cicatrices que el Quinquenio Gris y las siguientes décadas dejaron en Delfín Prats no fueron fáciles de disimular. (Omar Sanz/OnCuba)
Xavier Carbonell

29 de diciembre 2022 - 19:47

Salamanca/La única mención a Delfín Prats en la Historia de la Literatura Cubana es una pieza de desinfección crítica, una limpieza general. Lenguaje de mudos (1968), explica el texto, fue "un libro que, por razones coyunturales derivadas de una política cultural en extremo deficiente... no circuló". A la siguiente oración, dedicada al poemario Para festejar el ascenso de Ícaro (1987), le sigue una gran elipsis de veinte años y, después de otro comentario desabrido, un corte brusco, un silencio.

Publicado en 2008 y tramado mucho antes, el tercer volumen de esta HistoriaLa Revolución (1959-1988), reza heroicamente el subtítulo– es el más condescendiente y también el más ambiguo, porque no se refiere a los poetas difuntos del modernismo, ni a los cronistas de la guerra y ni siquiera a los viejos autores pisoteados por la memoria castrista. Si los tomos I y II son el "Libro cubano de los muertos", el III es el "Libro de los vivos" y –como en el apocalipsis– solo aquellos cuyo nombre esté inscrito en sus páginas se salvarán.

No me dio tiempo a conocer a Delfín Prats, pero sí a sus contemporáneos en Santa Clara, esa encantadora ciudad de poetas-espías, editores camaleónicos, cuentistas portátiles y aduladores de profesión. Allí su nombre era invocado por autores que habían producido, después de 1970, libros mediocres con alguna idea atrevida –más sexual que política– y que cayeron bajo la guadaña de los parametradores.

Les habían hecho justicia y, si hubo errores, fueron siempre personales, de una política cultural apenas "deficiente". Si odiaban a alguien, era a Pavón o a sus caudillos provinciales

Con esas heridas de guerra se presentaban, justo antes de trazar con claridad la frontera entre el entonces y el ahora. Les habían hecho justicia y, si hubo errores, fueron siempre personales, de una política cultural apenas "deficiente". Si odiaban a alguien, era a Pavón o a sus caudillos provinciales. No era la Revolución quien los rechazaba, eran los hombres.

La rehabilitación de Delfín Prats era, sin embargo, una operación más delicada y exigía tacto. El documental Entre el esplendor y el caos –nunca se supo si era un filme independiente o un encargo de Televisión Serrana– sacó a relucir la estampa de un escritor tembloroso, de un pasado bohemio y días soviéticos, que recurría al ron como anestesia y al aislamiento como único modo de subsistencia.

Prats comentaba sus noches en La Habana –evitando mencionar a Reinaldo Arenas, de quien fue amigo y finalmente delator– y le advertía al periodista que no lo presionara mucho: "Si yo veo una situación amenazante me emborracho y me anulo".

Las cicatrices que el Quinquenio Gris y las siguientes décadas dejaron en Delfín Prats no fueron fáciles de disimular. Cómo apaciguar a aquel sujeto nervioso, que dijo en televisión: "Si tú prohibes en tu país un libro, los que están afuera quieren ganarse al autor para su causa. Y entonces, es posible que durante algunos años se pensara que yo, por esos planteamientos tan abiertos de mi juventud, iba a ser un poeta de la disidencia".

"Es posible que durante algunos años se pensara que yo, por esos planteamientos tan abiertos de mi juventud, iba a ser un poeta de la disidencia"

Por suerte, su instinto de supervivencia lo llevaba a matizarlo todo, retocaba las frases como el censor más experimentado. "Con los años uno aprende que no hay que disentir". Y también: "El poeta lo único que tiene que hacer es cuidar su palabra". Lo demás "es mejor dejárselo a los políticos".

Me ha estremecido ver al Prats que ganó –a juicio de quienes lo patearon, vigilaron y lobotomizaron– el Premio Nacional de Literatura. Quedó impecable. Es un anciano de guayabera azul, más arrugado, si cabe, encanecido y al fin quieto. Diferente del poeta maldito del documental, del joven que usaba un ushanka en Moscú y, naturalmente, de aquel muchacho que decía llamarse Hiram, para cazar a sus amantes en La Rampa.

"Es el testimonio de un guiñapo, son los jirones de un hombre", escribió Jorge Ferrer este miércoles, cuando supo del premio que acaban de darle y que él, cobardemente, ha aceptado.

Delfín Prats –"alcoholizado y envilecido", según Arenas–, luego de la exhaustiva y tardía limpieza de su memoria, podrá al fin declamar que "siempre hubo algo poderoso intercediendo".

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