‘Cachita’ en tiempos de adioses y fugas

Arte cubano

Arte contemporáneo, fe y migración en el nuevo retablo de William Acosta en la catedral de La Habana

La atmósfera cobriza que envuelve la escena refuerza esa ambigüedad entre lo divino y lo terrenal.
La atmósfera cobriza que envuelve la escena refuerza esa ambigüedad entre lo divino y lo terrenal. / William Acosta/ Facebook
Noemí Herrera

31 de diciembre 2025 - 05:50

Miami/Tres cuerpos se aferran a una barca mínima en medio de un mar agitado. No hay horizonte claro, solo el vaivén de las olas y la fragilidad de la madera que los sostiene. Sobre ellos, elevada pero no distante, una figura luminosa observa y protege. No es una escena del Evangelio ni un episodio congelado en la iconografía colonial: es una imagen que dialoga de frente con la experiencia cubana contemporánea. Así se presenta Un retablo para la Virgen de la Caridad, la obra que el artista William Acosta inauguró el pasado noviembre en la catedral de La Habana, y que desde entonces acompaña, en silencio elocuente, a quienes llegan al templo.

La asociación es inevitable. Para cualquier cubano que haya vivido —o visto partir— el éxodo masivo de las últimas décadas, esa precaria barca no puede leerse fuera del drama migratorio. Los tres hombres recuerdan a los balseros, a los cuerpos tensos que han desafiado el mar con una fe hecha de desesperación, esperanza y necesidad. La Virgen que los cubre no calma una tormenta bíblica: acompaña una travesía real, repetida, dolorosamente actual. Desde ese primer impacto visual, la obra de Acosta se instala en el presente sin renunciar a la tradición.

En Cuba, ‘Cachita’ ha atravesado guerras de independencia, crisis económicas, procesos migratorios y largos períodos de ojeriza institucional sobre lo religioso

La Virgen de la Caridad del Cobre —Cachita, como la nombra el pueblo— es mucho más que una figura religiosa. Es refugio simbólico, intercesora íntima, emblema nacional. En Cuba, su imagen ha atravesado guerras de independencia, crisis económicas, procesos migratorios y largos períodos de ojeriza institucional sobre lo religioso. Pocas advocaciones marianas concentran una carga afectiva tan transversal. No distingue entre creyentes y no creyentes: está ahí, en la memoria compartida, en la promesa, en el ruego, en el agradecimiento.

William Acosta (1984) no se acerca a esa figura desde la reverencia acrítica ni desde la cita decorativa. Su retablo se inscribe en una tradición iconográfica cubana donde lo sagrado nunca ha sido estático. Por siglos, la imaginería religiosa en la Isla ha operado como un campo de resignificaciones constantes, atravesado por el sincretismo afrocubano, la reinterpretación popular y, más recientemente, por la mirada del arte contemporáneo. En ese territorio móvil, la Virgen no es un dogma visual, sino una presencia que se adapta, muta y responde.

Formalmente, la obra conserva elementos esenciales del canon mariano: el manto azul, la luna, la presencia del Niño Jesús y los tres Juanes en la embarcación. Sin embargo, Acosta introduce variaciones decisivas. La Virgen aparece sin corona, despojada de todo gesto de poder triunfal. Viste de blanco y rojo, colores que evocan discretamente la bandera cubana, y se erige sobre una esfera luminosa que sustituye el pedestal tradicional. Sus pies, descalzos, tocan simbólicamente la fragilidad del mundo que protege.

Ese detalle —los pies desnudos— concentra una de las lecturas más potentes de la obra. Humaniza a la Virgen, la saca de la distancia sacralizada y la devuelve al ámbito de lo cercano. No es una figura suspendida en una perfección inalcanzable, sino una presencia situada, implicada, consciente de la intemperie que define la vida de quienes la miran. Cachita no observa desde arriba: comparte el riesgo.

La atmósfera cobriza que envuelve la escena refuerza esa ambigüedad entre lo divino y lo terrenal. Remite al santuario del Cobre en Santiago de Cuba, pero también a una luz crepuscular, casi incierta. No hay dramatismo excesivo ni solemnidad impostada. Hay, más bien, una tensión contenida, una espiritualidad que no promete soluciones inmediatas, sino acompañamiento.

Durante la inauguración, el artista expresó con emoción el significado personal de esta instalación en la catedral de La Habana.
Durante la inauguración, el artista expresó con emoción el significado personal de esta instalación en la catedral de La Habana. / William Acosta/ Facebook

Durante la inauguración, el artista expresó con emoción el significado personal de esta instalación en la catedral de La Habana. "Todo un honor para mí desplegar de manera permanente mi versión de la Virgen de la Caridad", dijo, agradeciendo la bendición del padre Yosvany Carvajal, el trabajo curatorial de Antoine Cedeño, el apoyo de Bárbara Menéndez, las palabras de Laura Arañó y la participación de músicos, cantantes, técnicos y colaboradores. La lista no fue protocolar: evidenció el carácter colectivo de un gesto que funciona como ofrenda y acto de comunidad.

La curadora Laura Arañó subrayó en sus palabras inaugurales el equilibrio logrado por Acosta entre tradición y contemporaneidad. La imagen conserva "un innegable hálito contemporáneo", aún sostenida en las formas de la pintura religiosa. Esa síntesis es clave para entender la eficacia simbólica del retablo: no rompe con la devoción, pero la actualiza; no niega la fe, pero la somete a la experiencia histórica.

La inserción de esta obra en la catedral no es un hecho menor. El templo es un espacio cargado de capas simbólicas: colonial, republicano, moderno. Durante décadas, la religión fue relegada del discurso público cubano, cuando no abiertamente penalizada. En ese contexto, Un retablo para la Virgen de la Caridad no es solo una obra de arte: es un gesto de restitución simbólica. Reintroduce a la Virgen en su espacio tradicional, pero le exige responder al presente. La balsa agitada, los cuerpos vulnerables, el mar incierto convierten la imagen mariana en un espejo de la experiencia cubana actual de adioses.

Instalada en el principal templo católico habanero, la obra de William Acosta confirma que el arte contemporáneo puede dialogar con la fe sin renunciar a la complejidad crítica ni a la sensibilidad humana. Su Virgen no promete salvar del naufragio, pero acompaña. Y en un país acostumbrado a despedidas, esa presencia —silenciosa, luminosa, firme— adquiere un valor espiritual y artístico difícil de ignorar.

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