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Crisis
San José de las Lajas/A las siete de la mañana, la reja verde de la farmacia del reparto La Micro ya tenía delante una cola que doblaba la esquina. No había cartel anunciando la llegada de medicamentos ni una voz oficial que lo confirmara, pero en San José de las Lajas las noticias importantes corren de boca en boca con la velocidad de la necesidad. Bastó que alguien dijera "entró algo" para que muchos dejaran el fogón encendido, la escoba apoyada en la pared o a un nieto al cuidado del vecino y salieran con el tarjetón doblado en el bolsillo. La escena, repetida tantas veces en los últimos años, adquiría el pasado lunes un aire de urgencia particular: no se trataba de comprar, sino de no seguir esperando.
"Hace más de cuatro meses que no llegaba el captopril", dice Mabel, maestra de segundo grado, mientras se abanica con una libreta escolar que carga en la cartera. Durante ese tiempo lo ha comprado en la calle, a 500 pesos cada blíster, una cifra que se come buena parte de su salario. Para estar allí dejó a sus alumnos con una auxiliar pedagógica y salió casi corriendo. "Esto no es para adelantarse, es para no quedarse sin nada", resume. Delante de ella, un par de mujeres revisan una y otra vez sus recetas, como si el papel pudiera evaporarse antes de llegar al mostrador.
La farmacia de La Micro es un local pequeño, de paredes gastadas y una iluminación que no alcanza a disipar del todo la penumbra. La venta avanza con la lentitud acostumbrada, y cada cliente parece demorarse en ser atendido más que el anterior. Afuera, quienes esperan se acomodan como pueden: sentados en el muro, de pie bajo el techo de fibrocemento, o apoyados en los barrotes oxidados de las ventanas. La mayoría son personas de mediana edad y ancianos, con ese cansancio acumulado que no se quita ni con una buena noticia.
"Yo traigo hasta una receta de amoxicilina, aunque me dijeron que no entró ningún antibiótico", comenta Mabel en voz baja
"Yo traigo hasta una receta de amoxicilina, aunque me dijeron que no entró ningún antibiótico", comenta Mabel en voz baja. La queja se repite entre los presentes: “Primero, surten otros establecimientos del pueblo, aquí llega lo que sobra”. También flotan las sospechas habituales sobre favoritismos y amistades, un murmullo constante que nadie termina de confirmar pero que forma parte del paisaje. La desconfianza, como la cola, ya es estructural.
Zenaida, arquitecta jubilada de 67 años, marcó su turno desde las cinco de la mañana y aun así tiene el número siete en la cola. "Los 1.000 pesos que tenía guardados para comprar un pedacito de carne se me van a ir en medicinas", dice sin levantar la voz. Padece varias enfermedades crónicas y conoce bien la aritmética cruel de estos tiempos: o come mejor o duerme sin dolor. "Pensé que no entraría nada hasta enero. Prefiero pasar el 31 solo con arroz y frijoles antes que pasar la noche en vela por las articulaciones", confiesa mientras saca de la cartera dos billetes de 500 pesos, arrugados de tanto guardarlos.
Dentro del local, un empleado controla con rigor el acceso al mostrador. Asomado a la ventana enrejada, repite la consigna: tres recetas por persona, nada más. "Mientras yo esté aquí no habrá desorden", advierte, consciente de que algunos ven en cada llegada de medicamentos una oportunidad de negocio. Su vigilancia contrasta con la precariedad del sistema que intenta sostener: pocos fármacos, demasiadas necesidades y una cadena de distribución golpeada por robos, desvíos y falta de control, como han documentado en los últimos meses investigaciones sobre el deterioro del sistema de salud pública.
La escena se vuelve casi ritual. Cada vez que alguien sale con una bolsa en la mano, los demás preguntan qué logró comprar, cuánto había, qué ya se acabó. El inventario se reconstruye en tiempo real: captopril, algo de clonazepam, analgésicos contados. Nada que alcance para todos los que aguardan ni que dure mucho. "Esto es un respiro, no una solución", comenta un jubilado, mientras ajusta la gorra y mira el suelo. "Ahora pueden traer de nuevo en marzo o abril. Por eso vine corriendo".
La cercanía del fin de año atraviesa todas las conversaciones. Nadie habla de celebraciones, sino de sobrevivencia
La cercanía del fin de año atraviesa todas las conversaciones. Nadie habla de celebraciones, sino de sobrevivencia. En la cola se cruzan historias de recetas vencidas, de meses sin tratamiento, de precios imposibles en el mercado informal. Algunos recuerdan cuando la farmacia era un lugar de trámite rápido y no un sitio para probar la resistencia física. Otros prefieren no recordar.
En San José de las Lajas, como en el resto del país, el déficit de medicamentos ha obligado a los enfermos crónicos a reorganizar su vida alrededor de la escasez. La farmacia se convierte en punto de encuentro, en termómetro social, en escenario donde se mide el desgaste. Este lunes, la llegada de "un poco" de fármacos no resolvió el problema, pero activó una esperanza mínima, casi defensiva: la de no quedarse del todo desprotegido.
Cuando el mediodía se acerca y la cola empieza a menguar, algunos regresan a casa con lo imprescindible; otros, con las manos vacías.
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