Entre frituras y pizzas, los kioscos cercanos al hospital de Matanzas venden todo tipo de fármacos
Matanzas
“Excepto la sangre para la cirugía, todo lo demás lo tuve que comprar aquí afuera, entre panes y confituras”
Matanzas/Apenas el sol calienta el pavimento frente al hospital Faustino Pérez, en Matanzas, ya la acera comienza a llenarse de estudiantes de Medicina, familiares de pacientes y curiosos que merodean entre los kioscos azules y rojos alineados en la avenida. La escena es habitual: un pequeño hervidero donde se mezclan el olor a pizzas recién hechas, el ruido de los mototaxis esperando clientes y las conversaciones de quienes buscan algo para comer… o algo mucho más urgente.
Sandra es una de ellas. Después de horas intentando conseguir en la farmacia hospitalaria las tabletas de paracetamol que le recetaron para sus molestias articulares, salió con las manos vacías. Este jueves se la ve entre los kioscos, ajustando el bolso al hombro, respirando con agotamiento. “Solo están dando algunos de los medicamentos a los pacientes ingresados”, comenta sin imaginar que, junto a un mostrador de jugos y frituras, encontraría la solución que no pudo darle el sistema de salud pública.
En uno de esos puestos, apenas perceptible detrás del cartel de batidos y pizzas, una empleada sostiene un bolso grande donde conviven refrescos con frascos de pastillas, blísteres y varios paquetes de jeringuillas. “Ella tiene complejos vitamínicos, antibióticos y hasta agujas”, cuenta Sandra, mientras enseña la bolsita con el paracetamol de 500 mg que acaba de comprar por 900 pesos. “Si no lo hago así, los dolores me matan. Por eso las farmacias del gobierno están vacías, porque no hay quien controle esta venta clandestina”.
Sandra también necesita Captopril para su madre, que lleva más de seis meses sin poder adquirirlo en la farmacia estatal. “No me alcanza el dinero para pagar los 350 pesos que cuesta ahí mismo afuera, si no lo hubiera comprado”.
“Junto con una malta pagué el hilo de sutura para la operación de mi esposa”, relata Leonardo, un matancero que conoce bien el circuito informal. “El cirujano mismo me indicó dónde debía ir y a quién tenía que ver”. Sus palabras no sorprenden a nadie: muchos en esa zona han pasado por lo mismo. “Excepto la sangre para la cirugía, todo lo demás lo tuve que comprar aquí afuera. Entre panes y confituras, si tienes el dinero aparece cualquier cosa”.
El costo total de los insumos para la cirugía de su esposa rondó los 5.000 pesos: seis pares de guantes desechables –“a 250 pesos cada uno, vendidos por un tipo que hace pan con minuta de pescado”–, más antibióticos, más soluciones salinas, más suturas. “El colmo”, cuenta, “después de ser operada, mi esposa tenía fiebre. Como en la sala no había un termómetro, vine directo para acá y compré uno en 2.300 pesos”.
Laura, estudiante de tercer año de Medicina, aprovecha un descanso entre guardias para conseguir Amoxicilina, que su padre necesita con urgencia. La joven, con su bata blanca, conversa con otras estudiantes y lleva un billete doblado entre los dedos. “Voy a esperar a que se vaya un poco de gente. Ya sé quién la vende. Siempre reviso la fecha de vencimiento antes de comprar”, asegura.
Ella misma detalla lo que se mueve en esos kioscos: “Lo mismo te encuentras aspirinas hechas en Cuba que antidepresivos con etiqueta de Estados Unidos”. Nada aparece en las tablillas: ni Loratadina, ni Cefalexina, ni Rosefín, pero todos saben que están disponibles… al precio del día. “Las medicinas suben igual o más que la comida. Muchos vienen a comerse una pizza y terminan comprando pastillas. Es una opción”.
Mientras Laura se aleja con discreción, más estudiantes llegan, más familiares esperan, más vendedores acomodan cajas o revisan discretamente dentro de sus mochilas. Entre pizzas, refrescos y colas interminables, está todo aquello que las farmacias estatales no pueden ofrecer.