La "historia americana" de Cuba escrita por Ada Ferrer subestima el legado hispánico
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España ha tenido un papel profundo en la formación de la identidad cubana, con sus peculiaridades criollas
Málaga (España)/Cuba no nació en 1898 ni en 1959. Tampoco nació como un proyecto antillano puro, separado del mundo. Cuba fue –y sigue siendo– una de las expresiones más acabadas de la hispanidad en América, un enclave que, como otros del Caribe y del virreinato novohispano, replicó durante siglos las instituciones, valores, códigos y contradicciones del mundo hispánico.
En Cuba: An American History (Simon & Schuster, Premio Pulitzer en 2022), Ada Ferrer reconstruye con admirable precisión las hebras que entrelazan a la Isla con Estados Unidos. Desde el siglo XIX, el deseo (y el temor) de asimilación norteamericana formó parte del debate cubano sobre su destino. Pero, si bien Ferrer rastrea ese vínculo con lucidez, cabe preguntarse si, al narrar la historia como una dialéctica Cuba-EE UU, no queda a veces relegado el papel fundacional de España en la forja de lo cubano.
Ada Ferrer ofrece una narración sobria y personal de la historia de la Isla, estructurada fundamentalmente en torno a su compleja relación con Estados Unidos. Es un logro notable: evita el maniqueísmo ideológico y el simplismo nostálgico, y proporciona un relato fluido, inteligible para el gran público, que conecta pasado y presente. Sin embargo, al recorrer sus páginas, emerge una ausencia significativa: la falta de reivindicación explícita del papel profundo que lo hispánico ha tenido en la formación de la identidad cubana.
No se trata solamente de los siglos de presencia administrativa española, sino de una dimensión mucho más honda
No se trata solamente de los siglos de presencia administrativa española, sino de una dimensión mucho más honda: la formación de una identidad cultural que convirtió a Cuba en una extensión viva del mundo hispánico, con sus propias peculiaridades criollas.
Esa matriz compartida se expresó en ámbitos tan diversos como el derecho, la lengua y sus expresiones, la vida religiosa, las costumbres sociales, la gastronomía o la música, en una influencia recíproca que modeló la identidad cubana y también, en parte, la de la metrópoli a lo largo de los siglos. Aunque Ferrer no ignora la influencia cultural española, su enfoque tiende a resaltar los aspectos más críticos de esa herencia, como su vinculación con la esclavitud, la desigualdad racial y la represión política.
Esta perspectiva, si bien legítima en la denuncia de realidades históricas, corre el riesgo de alimentar una visión parcial de la época virreinal, en línea con la llamada leyenda negra, hoy ampliamente cuestionada entre los historiadores más rigurosos. La esclavitud existió, ciertamente, pero su brutalidad no fue exclusiva del sistema hispánico. En cuanto a la desigualdad racial, el mundo hispánico, con sus complejidades mestizas, mostró dinámicas distintas –y en muchos aspectos notablemente más abiertas– que las colonias anglosajonas, francesas o neerlandesas, donde el racismo estructural y la prohibición de matrimonios interraciales fueron norma durante siglos.
Por otro lado, es justo reconocer que las limitaciones de libertad política fueron una característica común en muchos regímenes contemporáneos, no una singularidad española.
Un ejemplo significativo de influencia recíproca fue también la incorporación de ritmos y formas musicales de origen cubano, como el son, en el desarrollo de ciertos palos del flamenco, particularmente en la guajira y la rumba flamenca. Del mismo modo, algunos productos y combinaciones culinarias criollas enriquecieron la gastronomía de regiones portuarias de la península, especialmente en Andalucía.
No puede pasarse por alto que el marco interpretativo de Ferrer parece responder a una sensibilidad historiográfica muy presente en ciertos sectores intelectuales de Estados Unidos: la lectura de la historia de Cuba centrada en el conflicto con el imperialismo estadounidense, donde la dimensión hispánica queda relegada o convertida en símbolo de atraso.
Esta visión, de raíces ideológicas reconocibles, tiende a reproducir de manera acrítica algunos postulados narrativos del propio castrismo, como la idea de una “continuidad épica” entre la lucha independentista contra España y la Revolución de 1959.
En ese relato, el vínculo afectivo, institucional y cultural con España se diluye hasta desaparecer, porque estorba la construcción simbólica de una Cuba perpetuamente oprimida y siempre en lucha por su emancipación definitiva. Cuba no fue, como a veces se sugiere, una colonia tardía sometida a un dominio extractivo al estilo decimonónico. Fue parte del cuerpo del Imperio español, como lo fueron Aragón, Andalucía o Galicia, y desarrolló una vida propia tejida en el mismo tapiz civilizatorio.
Su independencia no fue la de una posesión que se sacude un yugo extranjero, sino la de un hijo que, alcanzada su madurez, reclama su propio destino dentro de un marco cultural compartido. Cuando Ada Ferrer remonta las relaciones entre Cuba y Estados Unidos incluso a momentos anteriores a la independencia, conviene recordar que, en esa época, Cuba aún era España.
En buena parte, su sociedad pensaba como España, sentía como España, y España debatía con pasión su porvenir
Esta consideración resulta esencial para comprender no sólo el marco histórico en que se gestaban aquellas relaciones, sino también la profundidad de los vínculos culturales, políticos y afectivos que unían a Cuba con la metrópoli. En buena parte, su sociedad pensaba como España, sentía como España, y España debatía con pasión su porvenir, como muestran las confrontaciones políticas entre Sagasta y Cánovas en el Congreso de los Diputados. Cuba no era simplemente una posesión ultramarina: era una herida abierta en el cuerpo nacional, un territorio donde latía la misma sangre política, cultural y afectiva que en la península.
Aunque es cierto que existían ya sectores en la Isla que miraban hacia otros horizontes –el independentismo criollo o los incipientes anexionistas–, la matriz hispánica seguía siendo el tejido principal que sostenía su identidad colectiva.
Además, un análisis más detenido de la evolución histórica cubana debería considerar cuestiones que el enfoque Cuba-EE UU de Ferrer apenas roza. ¿Por qué Cuba fue la última de las grandes posesiones americanas en independizarse de España, y qué implicaciones tiene esto respecto al grado de integración en el mundo hispánico? ¿Habría podido Cuba vencer en la Guerra del 95 sin la intervención de Estados Unidos? Y, de haberlo hecho, ¿habría optado por una ruptura tan drástica con España?
Estas preguntas, lejos de ser meramente contrafactuales, iluminan el marco cultural compartido en el que Cuba se gestó. Incluso después de la independencia, la continua inmigración española –particularmente intensa tras la Guerra Civil de 1936– alimentó una vida social y simbólica que seguía bebiendo de fuentes hispánicas. Todo ello ayuda a comprender por qué, durante tanto tiempo, Cuba se pensó a sí misma no como una hija separada, sino como parte de una tradición común.
Naturalizar la influencia estadounidense desde tan temprano en la narrativa histórica corre el riesgo de oscurecer una evidencia: Cuba quiso ser ella misma, y lo fue durante mucho tiempo bajo claves hispánicas. No aspiraba a ser un apéndice de Washington ni una nación satélite; aspiraba a una afirmación nacional que, lamentablemente, fue primero frustrada por la intervención norteamericana de 1898 y después deformada por la historia política del siglo XX.
Así, una identidad rica, plural y mestiza quedó reducida a una herramienta ideológica, congelada en un relato único
Lo trágico es que, al intentar escapar de la órbita estadounidense, Cuba cayó bajo otra dominación aún más extraña: el castrismo, con su mesianismo personalista y su comunismo ajeno a la idiosincrasia criolla. Fidel Castro no sólo asumió el poder político: se asimiló simbólicamente al ser cubano, pretendiendo que la única forma legítima de cubanía fuera la Revolución.
Así, una identidad rica, plural y mestiza quedó reducida a una herramienta ideológica, congelada en un relato único. Hoy, al pensar en el porvenir de Cuba, resulta imprescindible volver la mirada no solo hacia el drama del siglo XX, sino también hacia el legado hispánico que formó su matriz identitaria. No para idealizarlo, sino para comprender de dónde viene la Cuba real, viva, profunda, que existe más allá de los relatos oficiales y los intereses extranjeros.
Y hacerlo, además, sin ignorar que la identidad cubana es mestiza, caribeña, africana y criolla a la vez: un crisol que no debe reducirse ni a una raíz única ni a un relato impuesto. Quizás, cuando Cuba vuelva a pensarse libremente, deberá reconciliarse también con esa raíz hispánica –junto con todas las otras voces que la componen– para poder decidir, sin tutelas ni simulacros, quién quiere ser realmente.