Los negocios privados viven un diciembre bajo cerco en San José de las Lajas
Mayabeque
“Hay que cuidarse más que nunca. Están tirando duro, están haciendo zafra antes de la Navidad”
San José de las Lajas/Al mediodía, cuando el sol cae sin compasión sobre San José de las Lajas, la ciudad huele a fritura, café caliente y polvo seco. En las calles del centro, los negocios particulares, cafeterías mínimas, merenderos improvisados, timbiriches con estantes de madera y vitrinas gastadas, parecen flotar entre la supervivencia y el miedo. La víspera de fin de año, que en otro tiempo habría sido temporada alta de ventas, llega este diciembre marcada por una palabra que todo el mundo prefiere no pronunciar pero que se repite como un eco temeroso: inspectores.
A Roxana se le hiela la sangre cuando los ve aparecer, con las jabas de nailon disimuladas dentro de portafolios y bolsos, en donde cabe lo mucho y lo poco. Trabaja como dependienta en una cafetería cercana al Cine Teatro Lajero, y desde su mostrador mira con resignación las cajas de galleticas de 50 pesos, las bolsitas de maní y las sodas frías que se agotan a ritmo lento. “Lejos de resolver problemas, los inspectores lo que vienen es a crearlos”, apunta. No la incomodan las reglas, sino la cacería. El ensañamiento. El esfuerzo por convertir el más mínimo descuido en delito: una inexactitud en el gramaje, un recibo extraviado, un precio mal pegado, una licencia sin plastificar.
Los funcionarios estatales llegan en parejas o tríos, y sin ni siquiera saludar piden papeles, facturas, certificados sanitarios y cualquier documento
Según explica a 14ymedio, los funcionarios estatales llegan en parejas o tríos, y sin ni siquiera saludar piden papeles, facturas, certificados sanitarios y cualquier documento que se les ocurra. Roxana recuerda haber visto cómo otro negocio cercano, dedicado a la venta de torticas y empanadas, terminó multado por un pequeño error en la exhibición del código QR para el pago electrónico.
Pero donde casi todos tienen pies de barro es en el origen de la materia prima que usan. “Aquí todo el mundo sabe cómo se sostienen los negocios: con lo que aparece en la calle, con compras informales, con inventos. ¿Dónde están los almacenes mayoristas del Estado bien abastecidos? ¿Dónde están los insumos?”, pregunta.
Un joven vendedor ambulante de dulces pedalea casi todos los días por el mismo circuito urbano: calle 50 hasta la terminal de ómnibus, de ahí al parque, luego al mercado agropecuario. Usa un triciclo para trasladar su mercancía: rosquillas, galletas, turrones. Lo conocen por su pregón suave, casi tímido. “Dulces, dulcitos…”, repite.
Pero el mes pasado casi no lo cuenta. “Me querían poner 8.000 pesos de multa, nada más porque las donas no tenían el precio bien visible”, relata. Le temblaban las piernas. Pensó en su hija, en el dinero que debía entregar al repostero, en el alquiler, en el arroz que faltaba por comprar para comer esa misma noche. Terminó entregando toda la mercancía para evitar la sanción. “Se lo llevaron todo en una jaba”, murmura.
Terminó entregando toda la mercancía para evitar la sanción. “Se lo llevaron todo en una jaba”
En la plaza frente al antiguo Banco Popular de Ahorro, varios jóvenes se sientan alrededor de un carro de helados vacío. El dueño, un muchacho flaco de espalda recta y gorra de visera, mira de reojo hacia la avenida por si aparece algún inspector. Habla bajito, como si el aire tuviera oídos: “Hay que cuidarse más que nunca. Están tirando duro, están haciendo zafra antes de la Navidad”. El parque, sin embargo, vibra con la vida de siempre: motos eléctricas, risas, reguetón saliendo de un altavoz improvisado, hojas secas que crujen bajo las sandalias.
Pero esta vez hay un contexto nuevo: el Cuarto Ejercicio Nacional de prevención y enfrentamiento al delito, ejecutado en septiembre, ha dejado una estela. En la práctica, la ofensiva se ha traducido en una vigilancia sostenida: controles sorpresivos, decomisos, ventas forzosas y multas de hasta cinco cifras.
Dianelys, propietaria de un pequeño merendero, se acostumbró a la dinámica: separa cigarros, galletas y refrescos para “regalar” a los inspectores, porque, según ella, es la única forma de evitar sanciones. “Durante los primeros meses fui más honesta que nadie y terminé pagando una multa de 10.000 pesos. Aprendí la lección: si quieres que te dejen trabajar, tienes que convidarlos. Es parte de la inversión”, admite. Otros van más lejos, dice: pagan una suma mensual al jefe de inspectores del municipio o la provincia. “Los que tienen padrinos pasan tranquilos; los demás vivimos con el corazón en la boca”.