Cuba, el único país del mundo donde hay que preguntar en una cafetería si tienen café
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En la terminal de ómnibus nadie sabe si llegará la guagua y todos pasan hambre
Sancti Spíritus/Mientras los burócratas cubanos celebran aniversarios de revoluciones y victorias con discursos vibrantes y mucho bombo patriótico, las terminales y paradas de guagua en la Isla recuerdan a la gente de a pie que lo verdaderamente épico es lograr llegar a casa antes del anochecer. Así lo demuestra el testimonio de Andy, en Sancti Spíritus.
“Ayer –cuenta a 14ymedio–, mientras esperaba a mi madre en la terminal vieja que está en la salida hacia la carretera de Jatibonico, pude constatar la pesadilla que supone el transporte entre municipios”. Moverse en Cuba se ha convertido en una de esas epopeyas sin gloria, pero con mucho aguante, sudor, largas esperas y, por supuesto, un decorado repleto de consignas amenazantes.
La terminal parece sacada directamente de un catálogo de arquitectura soviética en liquidación. En una esquina, un grupo de personas se aglomera frente a una puerta cerrada, como si esperaran el desenlace de una telenovela de bajo presupuesto: nadie sabe exactamente qué esperan, pero todos esperan algo. Frente a ellos, algunos se resignan en los asientos metálicos –sin acolchado– con una expresión que oscila entre la fatiga y el estoicismo. Afuera, en la parada de la carretera, otro enjambre humano desafía el sol, los horarios impredecibles y la inexistencia del transporte estatal.
Uno podría pensar que se trata de una situación excepcional, pero no. En Cuba, ir de un municipio a otro es una prueba cotidiana de resistencia. “Y si te entra hambre en la odisea, te aguantas”, continúa Andy. Cuba es, probablemente, el único país del mundo donde hay que preguntar en una cafetería si tienen café. “Y en esta no había nada: ni pan, ni dulces, ni agua fría. Sin embargo, en lo alto de la pared, un cartel declaraba: ‘¡Patria o muerte! ¡Venceremos!’, como si fuera la respuesta a quien se atreva a quejarse de tener que viajar con el estómago vacío”, ironiza Andy.
El mostrador, decorado con carteles de perros calientes y hamburguesas de aspecto idealizado, parece una sátira visual. Si el “enemigo imperialista” viera esas ilustraciones, juraría que en Cuba se vive a base de comida rápida. Pero ni las frases ni las pegatinas tienen nada que ver con la realidad.
“Antes vendían refresco dispensado, y uno podía dudar de la naturaleza de ese gas, pero ahora solo queda el refresco de polvito. Y la falta de higiene espanta casi tanto como los carteles con consignas”.
Afuera, a la derecha, “lo que en su momento fue un restaurante donde vendían pizza y espaguetis, hoy es un sitio cerrado, con olor a humo de leña. Es verdad que las cucarachas eran más amables que los dependientes –ya que pasaban y te saludaban–, pero al menos era una opción económica para quienes estaban de paso y con hambre”.
“Los camiones privados –los únicos que aún se atreven a rodar por esas carreteras agrietadas– han asumido la tarea de conectar municipios”. Eso sí, lo hacen como si transportaran oro. “De Sancti Spíritus a Jatibonico, el pasaje cuesta entre 300 y 350 pesos. Y si se te ocurre ir a Trinidad por la tarde, prepárate: el precio puede trepar hasta 2.500 pesos por persona”. Para ponerlo en contexto: eso equivale al salario mensual de muchos cubanos… por un viaje de poco más de una hora. “Una máquina a Ciego de Ávila, por su parte, cotiza a 2.000 pesos por cabeza”, se indigna Andy.
La parada de guaguas es otro capítulo de esta tragicomedia nacional. Gente sentada, de pie, dormida, despierta, fumando, comiendo maní, hablando bajito o en voz alta, esperando con una mezcla de paciencia zen y desesperación contenida. Uno siente que ha llegado a una dimensión paralela donde el tiempo avanza más lento… o simplemente se detiene.
Tal vez el régimen, adicto a censurar, debería prohibir los relojes
Mucho se habla en Cuba de la “paciencia china”, pero hasta en aquel lejano país la vida parece haber acelerado su ritmo. En la Isla, el tiempo conspira contra todo y contra todos, poniendo a prueba, cada día, los límites de la espera. Tal vez el régimen, adicto a censurar, debería prohibir los relojes. Porque donde nadie puede gestionar su tiempo, no hay nada más subversivo que un reloj.