Vivir y emprender entre ruinas en el corazón de La Habana
Foto del día
"Artículos varios", promete una mini tienda incrustada en los restos de un edificio
La Habana/Desde la acera de la calle Belascoaín, donde el ruido de los almendrones se mezcla con el olor a fritura y humedad antigua, un pequeño rectángulo abierto en una pared corroída captura la mirada de cualquiera que pase. Es un hueco irregular, como arrancado a la fuerza, incrustado en los restos de un edificio que hace décadas perdió el esplendor y hace unos años perdió también los pisos superiores. De aquel derrumbe quedan columnas descarnadas, capas de pintura que se caen en escamas y un mural desteñido donde alguien intentó dibujar un sol, quizá para conjurar tanta ruina. Pero en medio del caos, dos palabras pintadas a brocha gruesa y torpe sostienen una promesa improbable: "Artículos varios".
La frase, escrita sobre el óxido y la desolación, tiene algo de chiste interno entre la ciudad y sus habitantes. "Varios", sí: varios derrumbes, varias lluvias sin techo, varias décadas de abandono arquitectónico. Pero también "varios" como acto de fe, como declaración de que, pese a todo, alguien se resiste a que el vacío siga ganando terreno. Allí, donde debería haber silencio y polvo, florece un pequeño timbiriche que se aferra a la vida como las plantas que brotan entre las grietas de los balcones.
Detrás de la pintura descascarada, una mesa repleta de mercancías crea un collage insólito de tiempos y procedencias
Asomarse al hueco es descubrir otro mundo. Detrás de la pintura descascarada, una mesa repleta de mercancías crea un collage insólito de tiempos y procedencias. Sobre una esquina descansan paquetes de toallitas húmedas para bebé –importadas, con olor a otro país– junto a palanganas de aluminio que brillan, nuevas, como si acabaran de salir del molde de algún taller del Cerro. Unos pasos más adentro, tras una barra improvisada con tablones, el vendedor acomoda frascos, embudos, cucharones y un surtido de piezas metálicas que podrían pertenecer tanto a una cocina como a una moto rusa de los años 70.
Todo está dispuesto con una mezcla de cuidado y urgencia, como si cada objeto fuera un soldado listo para el combate diario contra la escasez. Una radio suena bajito, casi tímida, mientras un ventilador doméstico mueve un aire caliente que apenas logra disipar el olor a basura que llega desde la montaña de desperdicios que crece en la esquina. Nada ahí es cómodo, ni amplio, ni nuevo. Pero el conjunto funciona, palpita, respira. Es una venduta frágil levantada sobre el esqueleto de lo que fue un edificio y lo que podría ser, algún día lejano, un terreno vacío.
El contraste es brutal y cotidiano: desastre y emprendimiento, colapso y ganas de prosperar conviven en un espacio que no alcanza los tres metros de ancho. Esa convivencia, tan cubana, convierte al timbiriche de Belascoaín en un pequeño símbolo de la ciudad entera: lo que está por caer y lo que insiste en levantarse. Entre la ruina y el ingenio, entre la precariedad y la inventiva, late la misma obstinación que empuja a tantos: vender algo, sobrevivir, no dejar que la vida se derrumbe del todo.
Al mediodía, un cliente se detiene a mirar. No busca nada específico; en La Habana nadie busca algo puntual, uno busca lo que aparezca
Al mediodía, un cliente se detiene a mirar. No busca nada específico; en La Habana nadie busca algo puntual, uno busca lo que aparezca. Y en la pequeña ventana abierta entre los escombros siempre aparece algo: un tornillo, una esponja, un paquete de detergente, un saludo cansado del vendedor. Productos varios, como promete el cartel. Varios y vitales. Varios y, sobre todo, posibles.
Porque aquí, en este fragmento de ruina convertida en tienda, la ciudad recuerda que aún es capaz de inventarse un paraíso mínimo donde antes solo había polvo. Y que esa terquedad, esa voluntad de sobrevivir entre ruinas, sigue siendo el pulso más fuerte de La Habana.