Ana Mendieta o el arte del desarraigo

Arte

Cuarenta años de una obra marcada por el exilio, la tierra perdida y una muerte sin respuestas

"Me ha atraído la naturaleza porque no tenía tierra, no tenía patria", dijo Mendieta en una de sus pocas entrevistas.
"Me ha atraído la naturaleza porque no tenía tierra, no tenía patria", dijo Mendieta en una de sus pocas entrevistas. / Estate of Ana Mendieta
Noemí Herrera

29 de diciembre 2025 - 15:28

Miami/Cuarenta años después de su muerte, Ana Mendieta sigue siendo una presencia incómoda, perturbadora y profundamente viva en el arte contemporáneo. No solo por la potencia de una obra que desbordó categorías –performance, land art, body art, ritual, fotografía, cine– sino porque su vida y su muerte siguen planteando preguntas que el mundo del arte, y especialmente Cuba, no ha sabido ni querido cerrar.

Mendieta murió en septiembre de 1985 al caer desde el piso 34 de un edificio en Nueva York. Estaba a solas con su esposo, el escultor Carl Andre. Lo que siguió fue uno de los procesos judiciales más polémicos en la historia reciente del arte: Andre fue acusado de homicidio, juzgado en un tribunal sin jurado y finalmente absuelto en 1988. No hubo condena, pero tampoco certeza. La duda quedó suspendida en el aire, como el cuerpo de Mendieta antes de impactar sobre el techo de un restaurante en la planta baja del inmueble. Desde entonces, su nombre no puede pronunciarse sin que aparezca la pregunta incómoda: ¿fue un accidente, un suicidio, un acto de violencia machista?

Ese vacío legal abrió un cisma que aún atraviesa museos, galerías y universidades. Para muchas artistas y críticas feministas, la absolución de Andre no borró la sospecha ni la violencia estructural que rodeó el caso. Cada retrospectiva de Andre ha sido respondida con protestas, consignas y silencios elocuentes.  

Reducir su legado a la tragedia sería otra forma de borrarla. Mendieta fue, ante todo, una artista que trabajó con el cuerpo como territorio y con la tierra como lenguaje

Pero reducir su legado a la tragedia sería otra forma de borrarla. Mendieta fue, ante todo, una artista que trabajó con el cuerpo como territorio y con la tierra como lenguaje. "Yo trabajo con la tierra… me ha atraído la naturaleza porque no tenía tierra, no tenía patria", dijo en una de sus pocas entrevistas. Esa frase condensa una obra atravesada por el desarraigo, la pérdida y la búsqueda de pertenencia. Exiliada de Cuba siendo niña, a través de la Operación Peter Pan, Mendieta convirtió esa herida inicial en el eje de una poética radical.

Sus Siluetas, impresas en barro, fuego, sangre, hierba o agua, no son simples huellas corporales: son actos de restitución simbólica. El cuerpo femenino aparece y desaparece, se funde con el paisaje, se ofrece como sacrificio y como resistencia. No hay espectáculo ni complacencia, sino una insistencia casi ritual en volver al origen, en reclamar una conexión rota por la historia, el exilio y la violencia.

En este 40 aniversario, su obra ha sido objeto de homenajes en varias ciudades del mundo. En Nueva York, una exposición reciente ha vuelto a poner el foco en la dimensión ritual, política y material de su trabajo, subrayando su vigencia en un contexto marcado por debates sobre género, migración y memoria. Estos gestos confirman que Mendieta no pertenece al pasado: dialoga con el presente de manera incómoda, directa, sin concesiones.

Sin embargo, mientras fuera de Cuba se reactiva su figura, dentro de la Isla su ausencia resulta cada vez más llamativa. El oficialismo cultural cubano sigue teniendo dificultades para integrar a Mendieta en un relato nacional que privilegia permanencias, lealtades y narrativas de arraigo. Su emigración temprana, su obra centrada en el trauma del exilio y su negativa a encajar en un discurso identitario cerrado la convierten en una figura difícil de asimilar. Mendieta no "regresó" simbólicamente a Cuba en los términos que el Estado suele exigir a sus artistas emigrados.

Hace unos cinco años, La Habana acogió una exposición que revisaba su legado a través de la mirada de la fotógrafa Alejandra González, un gesto que parecía abrir una rendija para una lectura más compleja y menos ideologizada. Pero en este aniversario redondo, cuando cabría esperar retrospectivas, coloquios o al menos menciones visibles, Mendieta ha brillado por su ausencia en los catálogos de las galerías cubanas. El silencio resulta elocuente: sigue siendo una artista demasiado libre, demasiado herida, demasiado incómoda.

La incomodidad que aún provoca Ana Mendieta en las instituciones oficiales de Cuba forma parte de un problema más amplio: la relación conflictiva del régimen con sus exiliados

Tal vez porque Mendieta obliga a pensar el arte cubano más allá de las fronteras físicas y simbólicas de la Isla. Su obra no habla de pertenencia sin conflicto, ni de identidad sin fractura. Habla del cuerpo expulsado, de la tierra perdida, de la violencia que atraviesa tanto lo íntimo como lo político. Y también habla de una mujer que, pese a haber sido incomprendida en vida y envuelta en una muerte sin respuestas, sigue reclamando espacio.

La incomodidad que aún provoca Ana Mendieta en las instituciones oficiales de Cuba forma parte de un problema más amplio: la relación conflictiva del régimen con sus exiliados. Durante décadas, la cultura oficial ha administrado la aceptación o el rechazo de los artistas emigrados bajo criterios de docilidad política, arrepentimiento explícito o utilidad propagandística. 

Quienes se marcharon sin pedir permiso, quienes hicieron del desarraigo un tema central de su obra o quienes no aceptaron ser leídos como "cubanos recuperables" para el discurso del castrismo quedaron fuera del relato. En ese mapa de exclusiones, Mendieta ocupa un lugar especialmente sensible: no solo emigró siendo niña, sino que construyó una obra donde el exilio no se resuelve, no se sublima ni se reconcilia con la nación, sino que permanece como herida abierta. Reconocerla plenamente implicaría aceptar que el trauma del exilio no es una anomalía individual, sino una experiencia estructural de la historia cubana contemporánea, algo que el discurso oficial sigue resistiéndose a admitir.

En tiempos de éxodo masivo, donde miles de cubanos viven soñando con abordar un avión y otros cientos de mile han cruzado selvas, mares y fronteras en los últimos años en busca de una oportunidad, la eterna viajera que fue Mendieta muestra, como pocos artistas de la Isla, las aristas de la emigración. Ella encarna esa Isla nómada y hecha jirones en que se ha convertido la nación.

Cuarenta años después de su muerte, Ana Mendieta no necesita ser canonizada. Necesita ser leída en toda su complejidad: como artista mayor del siglo XX, como mujer migrante, como creadora marcada por el trauma y como figura que desestabiliza los relatos establecidos. Su caída no cerró una historia. La dejó abierta. Y mientras esa herida siga supurando preguntas, Mendieta seguirá estando –en la tierra, en el cuerpo, en la memoria– aunque algunos prefieran no mirarla.

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