Stalin ha muerto, ¡viva Putin!

En su última película, Armando Iannucci satiriza sobre las luchas de poder desatadas en la URSS tras la muerte del dirigente soviético Iósif Stalin

La proyección de 'La muerte de Stalin' fue inicialmente suspendida en Rusia. (Fotograma)
La proyección de 'La muerte de Stalin' fue inicialmente suspendida en Rusia. (Fotograma)
Daniel Delisau

31 de marzo 2018 - 14:26

Las Palmas de Gran Canaria/"Nunca pensé que serías tú", le dice el personaje de Svetlana al actor Steve Buscemi, que interpreta a Nikita Jrushchov en La muerte de Stalin. Al final del filme, la hija del fallecido dictador se da cuenta de que, después de la lucha por el poder que se desató tras la desaparición del hombre que gobernó la Unión Soviética entre 1924 y 1953, Jrushchov había resultado vencedor.

Ocho años después del estreno de In the Loop, hasta entonces su único largometraje, el director y guionista Armando Iannucci ha vuelto a la gran pantalla con un filme que sigue fiel a su característico humor, con el que satiriza los líos e intrigas propios del juego político.

Al abordar un periodo histórico tan oscuro, tanto para la historia de Rusia como para el conjunto de la humanidad, es casi instintivo querer encontrar en La muerte de Stalin una lección moral más allá del despliegue humorístico, pero el objetivo de Iannucci parece seguir siendo el mismo que plasmó en su ópera prima: transmitir que de los embrollos propios de la política, que a veces rozan el absurdo, siempre surgen ganadores y perdedores entre sus participantes.

A pesar de los acontecimientos obvios y documentados hay poca información fidedigna del fallecimiento de Stalin y de cómo transcurrieron las principales y decisivas decisiones políticas en los días sucesivos. Por suerte el secretismo con el que transcurría la vida política en la Unión Soviética ha jugado a favor de la creatividad artística, ya que no se puede decir que la película esté basada en hechos reales, sino en hechos hipotéticos que la han liberado del corsé de la rigurosidad histórica.

Iannucci pretende transmitir que de los embrollos propios de la política, que a veces rozan el absurdo, siempre surgen ganadores y perdedores entre sus participantes

Otras veces, en cambio, la cinta solo necesita beber de la realidad para desplegar el absurdo. Ante la necesidad de encontrar médicos que traten el aparente ataque cerebrovascular que acabó matando a Stalin, en la película sus principales colaboradores se acaban preguntando a qué doctores podrían llamar si 37 de los mejores habían sido encarcelados hacía poco precisamente por haber sido acusados de querer envenenar al dictador.

En la vida real el siniestro Lavrenti Beria, uno de los más estrechos colaboradores de Stalin y jefe del NKVD (el organismo responsable de la represión política y el asesinato de miles de personas), comenzó a poner fin al conocido complot de los médicos y a otras labores represivas tan solo un día después del fallecimiento de Stalin. De la noche a la mañana el principal torturador de la Unión Soviética se convirtió en su primer reformador y liberador en un intento por lavar su imagen.

Esta dicotomía es recogida en el filme y finalmente se acaba advirtiendo que la obra de Iannucci bien podría haberse llamado La muerte de Beria, pues si Jrushchov acaba saliendo victorioso de la lucha por el poder, el jefe del NKVD, en cambio, termina siendo condenado a muerte por sus más cercanos compañeros del Partido, que no eran mucho mejores que él pero que le temían y odiaban a partes iguales.

"Así es como muere la gente cuando sus historias no encajan", alecciona Jrushchov a la hija de Stalin delante de los restos incinerados de Beria. Al contrario que Stalin y otros dictadores antes y después de él, que en la vida real supieron interpretar su papel de tiranos hasta el final, Beria quiso cambiar su rol en el guion de la vida cuando ya era demasiado tarde.

El sarcasmo propio del humor británico, que tiene en la descalificación personal más o menos sutil una de sus principales características, fluye muy bien en comedias políticas como In the Loop o La muerte de Stalin, en donde el recelo, la paranoia y los odios que se propinan los personajes principales –casi todos ellos políticos– forman el núcleo central por el que transcurre la acción. "¿Coco Chanel se cagó en tu cabeza?", le pregunta de manera despectiva un enfadado mariscal Zhúkov a Gueorgui Malenkov, que es presentado con un carácter débil, portador de un ridículo peinado, y que tras la muerte de Stalin se convirtió por unos meses en su sucesor hasta que fue depuesto por Jrushchov.

Hay, sin embargo, una ambigüedad en esta comedia sobre el uso del humor negro anglosajón. Como guionista Iannucci es consciente de que el humor no tiene límites, pero su uso en La muerte de Stalin genera dudas sobre su intencionalidad.

A pesar de ser una comedia no faltan escenas desagradables para el espectador que recogen las ejecuciones, detenciones arbitrarias y torturas ejercidas contra la población soviética por motivos políticos. Al escuchar los diálogos ingeniosos de varios personajes en los sótanos del edificio Lubyanka –la sede del NKVD– mientras de fondo se escuchan los disparos de las ejecuciones sumarias, es difícil discernir si el objetivo de Iannucci es simplemente exprimir al máximo el humor negro o crear sensación de contrariedad en la audiencia, que es consciente de que se está riendo de unas escenas macabras y ficticias pero cuyo fondo es estremecedoramente real.

La proyección de 'La muerte de Stalin' en Rusia el pasado enero ha logrado decir más de la situación política actual del país que la del periodo liderado por el dictador soviético

Casualmente, dejando el humor a un lado, la proyección de La muerte de Stalin en Rusia el pasado enero ha logrado decir más de la situación política actual del país que la del periodo liderado por el dictador soviético. Fruto de un tic autoritario, el Ministerio de Cultura suspendió en un primer momento la proyección de la cinta por denostar la historia de la URSS y de los ciudadanos soviéticos, pero finalmente fue exhibida al menos en un cine de Moscú y en una sala abarrotada, posiblemente porque la legislación rusa impedía su prohibición.

"No se preocupen, nadie va a ser asesinado esta noche. Lo prometo", dice en la película el director de Radio Moscú al desconcertado público de un concierto que solo había sido retransmitido en directo, pero que por orden de Stalin tuvo que repetirse para grabarlo y enviarle una copia.

Nadie acaba mal en esa escena. Tampoco el rechazo de las autoridades rusas a la proyección pública de la película ha ido más allá de la anécdota. Pero realidad y ficción se dan aquí la mano para mostrarnos un país cuya sociedad todavía no es capaz de demostrar su patriotismo –cuestionable pero legítimo– si no es concentrándolo en un dirigente autoritario. En el pasado fue Stalin y el resto de dirigentes soviéticos; hoy es Vladímir Putin, que lleva gobernando 18 años y puede permanecer en el poder otros seis tras su victoria en las recientes elecciones. Queda por ver si de las luchas entre sus sucesores que tendrán lugar tras su marcha podrá salir el guion de otra película.

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