Cuando el cóctel se enfría: el declive del arte de servir en la Cuba sin turismo
Historia
Cantineros y maîtres formados en escuelas como la del hotel Sevilla o La Ferminia vuelven al olvido o al exilio, arrastrando consigo el legado perdido de la coctelería y la hospitalidad cubanas
Málaga (España)/En Cuba hubo un tiempo en que servir bien era un arte. No un gesto mecánico ni una fórmula hueca, sino una forma de dignidad: atender con elegancia, hablar con mesura, presentar un cóctel con precisión y cortesía. Aquel arte fue perdiéndose tras la Revolución de 1959, marginado por prejuicios ideológicos que asociaban la hospitalidad profesional a lo burgués y lo extranjero.
Décadas más tarde, con el auge del turismo en los años 90, la Isla intentó recuperar ese patrimonio invisible. Escuelas de hostelería volvieron a formar profesionales del servicio, se restauraron bares históricos, y con discreción, muchos trabajadores anónimos devolvieron a Cuba un estándar de hospitalidad internacional. Pero hoy, ese renacer está en peligro: la crisis, el éxodo y la falta de relevo vuelven a poner en riesgo el arte de servir.
Esta es una historia de pérdida, recuperación y, quizás, nuevo olvido.
Una historia compartida: de Ribalaigua y Chicote al alma criolla del cóctel
El arte de servir —como el arte de mezclar ron y lima con precisión— no llegó a Cuba por turismo ni por inversión extranjera. Era parte de su tradición. En los años 20 y 30, La Habana era uno de los epicentros mundiales de la coctelería. En el Floridita, un inmigrante español de corazón cubano llamado Constante Ribalaigua perfeccionaba el daiquirí como si fuera una obra de ingeniería líquida, creando el afamado daiquirí frappé. En Madrid, Perico Chicote fundaba el bar que llevaría su nombre y que acabaría considerado el primer “museo de la coctelería” del mundo.
Ambos se conocieron. Compartieron ideas, recetas, y hasta un viaje a Varadero en los años 50 para visitar la destilería Arechabala, cuna del ron Havana Club. La amistad entre Chicote y Ribalaigua fue más que un gesto profesional: fue símbolo de una hermandad entre dos culturas cantineras que se admiraban mutuamente. En sus recetarios —Mis 500 cocktails o La ley mojada— Chicote incluyó versiones del mojito y el daiquirí, ayudando a preservar fórmulas cubanas incluso cuando en la Isla comenzaron a escasear los ingredientes… y los bartenders —o cantineros, en buen castizo.
Esa tradición híbrida —criolla en su raíz, española en su método— pervivió durante décadas en manuales, en gestos técnicos, en el modo de torcer la piel del limón o de presentar una carta de vinos. Fue esa huella la que inspiró, en los años 90, un intento de recuperar la excelencia perdida: recuperar la coctelería no era importar una moda extranjera, sino reencontrarse con lo mejor de sí mismos.
El renacer del buen servicio: hotel Sevilla, La Ferminia y los maestros discretos
Cuando a partir de los años 90 el turismo regresó a Cuba, no bastaba con restaurar fachadas y llenar menús de ron y langosta. Hacía falta algo más difícil: recuperar la dignidad del servicio, el arte de atender bien, perdido tras décadas de abandono y desdén oficial. Fue entonces cuando resurgieron —con apoyo estatal, convenios internacionales y mucha voluntad individual— las escuelas de hostelería, especialmente la del hotel Sevilla y la de La Ferminia, en La Habana.
La Escuela de Formación de Turismo (Formatur) del hotel Sevilla, activa desde 1969, había sobrevivido en silencio, formando a generaciones de camareros y cantineros para actos protocolares, embajadas y eventos oficiales. Sus aulas enseñaban mucho más que técnicas: se transmitía un código de compostura, precisión y cortesía que contrastaba con el descuido reinante en muchos sectores. Allí se hablaba del servicio como cultura, no como servidumbre.
Algo similar ocurrió en La Ferminia, una antigua mansión de la adinerada familia Montalvo, convertida en escuela gastronómica estatal bajo el nombre "Sergio Pérez". Allí se formaban cocineros, meseros y maîtres que luego trabajarían en el Consejo de Estado, el Palacio de las Convenciones o en los restaurantes que el Gobierno destinaba a atender a jefes de Estado y visitantes ilustres. El nivel era alto. Muchos ex alumnos aún recuerdan con respeto la exigencia de sus formadores, el cuidado en la presentación, el dominio de idiomas y el culto al detalle.
De esos centros salieron los profesionales que devolverían a Cuba un estándar internacional de hospitalidad, especialmente en locales emblemáticos como El Floridita, La Bodeguita del Medio, el bar del Hotel Nacional o el ya mítico Café del Oriente, símbolo de la restauración del casco histórico habanero.
Y entre todos esos profesionales, el maître Dionisio Hernández ocupa un lugar especial. Desde su llegada a La Habana en los años 60, trabajó en numerosos restaurantes y cabarés emblemáticos —desde El Encanto y el Paradise Club hasta el 1830 y el Tropicana—, donde fue ascendiendo de dependiente a maître. En 1972 ingresó como formador en la Escuela del hotel Sevilla y, más tarde, en La Ferminia, donde también ejerció como subdirector del área de Servicios Gastronómicos. Figura clave en el equipo de protocolo del Café del Oriente, fue responsable de atender a personalidades de Estado —incluidos monarcas, como el anterior Rey de España— con una elegancia callada y sin alardes. No fue célebre, no recibió ningún mérito revolucionario, pero quienes se formaron bajo su guía lo recuerdan como a un verdadero maestro: por lo que enseñó sin levantar la voz. Incluso tras su jubilación en 2005, siguió enseñando en el Café del Oriente hasta 2018.
Como él, muchos profesionales anónimos sostuvieron desde el silencio lo que el sistema no supo valorar: el arte del detalle, del saludo justo, de la copa bien servida, del plato o postre explicado, del respeto por el cliente como huésped. Sin ellos, el renacer de los años 90 habría sido pura fachada.
Un nuevo apagón: desidia, éxodo y la pérdida de un legado
Ese renacimiento de los años 90, tan trabajado por figuras discretas y por instituciones que recuperaron la tradición del buen servicio, comienza hoy a desvanecerse de nuevo, víctima de un cóctel amargo: la crisis económica, el desplome del turismo y el desencanto de quienes lo sostuvieron con profesionalidad durante décadas.
Basta recorrer los salones de antaño para notar la diferencia. En el Café del Oriente —que fue faro de elegancia, atención impecable y escenario de recepciones oficiales— hoy escasean tanto los clientes como los profesionales formados. Las escuelas ya no retienen a los mejores. Los bares emblemáticos sobreviven más por nostalgia que por excelencia. Y los cantineros y maîtres que un día aprendieron a servir a reyes, hoy hacen colas en consulados o sueñan con el Yuma.
El término es popular en la Isla: irse al Yuma es abandonar el país, buscar fortuna en Estados Unidos o en cualquier otro sitio donde el oficio tenga valor. Muchos cuentapropistas del sector gastronómico, que en su momento abrieron pequeños restaurantes privados, bares de autor o cafeterías con coctelería cuidada, han tenido que cerrar o reinventarse con lo mínimo. A otros ni siquiera les ha quedado esa opción: emigraron. La dignidad del servicio no se come, y menos cuando falta todo lo demás.
En Cuba ya no se enseña a servir con esmero como antes. O se enseña, pero con resignación, sabiendo que el que sabe hacerlo bien probablemente ya esté pensando en irse. Y lo que una vez fue un símbolo de la cultura nacional —el cantinero impecable, el mesero elegante, el maître invisible y eficaz— vuelve a quedar fuera del relato oficial. Como si no importara.
Y, sin embargo, importa. Importa porque el arte de servir es también una forma de respeto mutuo, de civilidad, de memoria. Porque Cuba fue grande no solo por sus cócteles o sus sabores, sino por la manera en que los presentaba. Porque la atención cuidada es también un patrimonio cultural, y perderlo —una vez más— es dejar morir un país que todavía podría haber servido con orgullo su mejor trago.