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Los ídolos del ciclón
Documental
La Habana/Si alguna película en los últimos años muestra de forma descarnada la exclusión política tras el triunfo revolucionario de Fidel Castro, esa es El Caso Padilla. No obstante ser un documental en el sentido técnico de la palabra, el suspense de su puesta en escena mantiene en vilo a los espectadores y los coloca ante uno de los sucesos más repugnantes orquestados contra el pensamiento crítico y la libertad de expresión.
Desde Madrid, su director, Pavel Giroud, sigue indagando en capítulos poco conocidos de la historia cubana, como hizo recientemente con la publicación de la novela Habana nostra. Ahora promete despertar nuevos debates con el filme Comandante Fritz, que hurga en un regalo hecho por el de similar grado a la República Democrática Alemana en la década de los 60, cuando la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, el socialismo de Europa del Este y el CAME salieron a sostener a la Revolución cubana tras el fracaso de la Zafra del 70.
Pregunta.- Tu novela Habana nostra ¿es un frustrado proyecto cinematográfico o la validación del Pavel Giroud escritor?
Respuesta.- Definirla como un proyecto cinematográfico frustrado es algo que bien podría aparecer en mi acta de defunción. Mientras esté vivo, lo intentaré, porque es una historia que me apasiona. Estoy tan saturado de la visión gringa de la mafia en La Habana como de la oficialista cubana. Y no quiero que esto se perciba como un desprecio hacia lo ya hecho –que también me ha alimentado–, sino como un complemento, otra focalización, con una mirada aguda sobre datos y personajes que hasta ahora habían sido tratados con guantes de seda o eran solo menciones puntuales. Creo haber alcanzado una profundidad investigativa que, sumada a la experiencia que he acumulado durante todos estos años como cineasta, podría derivar en una película atractiva.
Estoy tan saturado de la visión gringa de la mafia en La Habana como de la oficialista cubana
Si bien he gozado –y sufrido, porque nada ha sido más agotador– el proceso de escritura de este libro, no me siento un escritor en el sentido más estricto de la palabra. Es un oficio que respeto con la misma vehemencia con la que exijo respeto para el mío, en tiempos en que cualquier cosa audiovisual se define como película. Me siento como un cineasta que ha escrito una novela. En cualquier caso, con el término “narrador” me siento más cómodo, un narrador que permuta de soportes para contar lo que tiene en su cabeza.
Tú fuiste uno de los primeros en leerla y corregirla antes de someterla al Premio Azorín, donde quedó finalista. Recuerdo perfectamente el alivio que para mí supuso que me dijeras lo que te había impresionado, porque yo no he sentido nunca la sensación de desnudez creativa como la sentí a la hora de mostrar este libro.
P.- ¿El Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos es en la actualidad un freno o impulso a la creación audiovisual?
R.- Ni una cosa ni la otra, porque ya no saben hacer ni lo uno ni lo otro. En tiempos de Alfredo Guevara y Julio García Espinosa, lograba ambas misiones: se potenciaba un tipo de cine y se ahogaba, con cierta destreza, al cine inconveniente.
Con Omar González, que fue cuando yo comencé a rodar vinculado a la institución, hubo un giro inesperado. Él entendió que era necesario potenciar a una nueva generación, pues las vacas sagradas morían o se exiliaban; se avizoraba un vacío. Pero lo que ocurrió fue que él esperaba una fidelidad ciega por parte de nosotros, y eso no sucedió. Aun así, impulsó más de lo que frenó. Hay que reconocerle como mérito la creación de la Muestra de Cine Joven, en cuya primera edición participé y me abrió las puertas a Tres veces dos, y esta luego a La edad de la peseta.
Hoy, el Icaic no tiene capacidad ni para potenciar el cine que produce, ni para frenar el que se hace a sus márgenes. De hecho, está ocurriendo un fenómeno que, si bien no es nuevo, tiene más fuerza que nunca: el cine cubano del exilio. Yo mismo tengo más películas hechas fuera de Cuba que cuando vivía allá. El marcador va 4-3. Todas han tenido un recorrido más que digno, y ellos no han podido frenarlo.
Décadas atrás, una película como El Caso Padilla no hubiese ganado el premio Platino ni hubiera formado parte de programas de estudios universitarios en Francia. Hubiera sido boicoteado en más de la mitad de los festivales en los que se ha presentado, porque el Icaic, como institución, y la llamada Revolución cubana, como símbolo, tenían ese poder.
En tiempos de Alfredo Guevara y Julio García Espinosa, lograba ambas misiones: se potenciaba un tipo de cine y se ahogaba, con cierta destreza, al cine inconveniente
P.- El Caso Padilla gira en torno a la “autoinculpación” de un intelectual ante el acoso de los órganos represivos del Estado, y tu filme más reciente, Comandante Fritz, está basado en otro hecho real de la década de los 60: el regalo que hizo Fidel Castro a la República Democrática Alemana de una isla al sur del archipiélago. ¿Hasta qué punto te obsesiona el absurdo cubano?
R.- El Caso Padilla ocurre en 1971, y Comandante Fritz en 1972, el año en que nací. No me obsesiona el absurdo; me obsesiona Cuba. Lo que sucede es que la historia de Cuba –sobre todo la post-revolucionaria– está llena de absurdos.
Recuerdo que, cuando comenzamos las primeras lecturas de Comandante Fritz, el equipo –formado por alemanes, españoles, algunos cubanos y gente de otras nacionalidades– calificaba el guion de surrealista. Y yo les decía: “No, es realista al ciento por ciento”. Si una predisposición tengo como creador es la de zambullirme en nuestra historia para explicarme su presente.
P.- En un reciente artículo, Abel Prieto se refiere al llamado quinquenio gris como una etapa en que “gente mediocre y dogmática traicionó la política fidelista”. ¿Pudo haberse implementado una política cultural exclusiva sin la anuencia del Comandante?
Abel Prieto no es tonto, él sabe que eso no fue un error puntual de algunos agentes
R.- Recuerdo que, cuando leí el libro que Abel Prieto publicó sobre el Caso Padilla, al cumplirse medio siglo del suceso, y vi que su tesis pretendía ser el punto final sobre el tema, refiriéndose a errores puntuales de los agentes de la Seguridad del Estado, me dije: “Tú no tienes idea de lo que voy a soltar”. Creo que hay evidencias suficientes de que Fidel Castro tenía que ver con todo, y es que no se trata de la política cultural de la Revolución, se trata de una estrategia de poder absoluto muy bien planeada.
Abel Prieto no es tonto, él sabe que eso no fue un error puntual de algunos agentes. Lo sabe porque él es pieza consciente de ese sistema operativo de corte mussoliniano, en que el Estado es todo y contra el Estado, nada. Si alguien ha sido abanderado de esa “política cultural”, es él.
La diferencia entre él y aquellos a quienes acusa no es precisamente la mediocridad ni el dogmatismo; en eso están equiparados. La diferencia es que él eligió ser fiel a aquello que le otorga privilegios. Es tan mediocre y dogmático como los otros que critica, y me atrevo a decir que es incluso peor, porque muchos de aquellos a quienes hoy señala, sí creían en la valía del proceso que defendían. Y hay una gran diferencia entre defender un ideal –aunque sea desde la ingenuidad– a defender algo para preservar los privilegios que te otorga. Su actitud es miserable.
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