Cómo convertir a un pionero destacado en un vil gusano 'elvispresliano'

Las 137 páginas de Esta es tu casa, Fidel son un insulto a la memoria del ceniciento comandante, ídolo familiar y diablito sobre el hombro del pionero Lechuga

Carátula del libro 'Esta es tu casa Fidel. La historia del nieto de la Revolución'
Portada de libro 'Esta es tu casa, Fidel. La historia del nieto de la Revolución' / De Conatus

Salamanca/Carlos Lechuga Hevia fue una máquina de la Revolución. Su abuelo, el coronel Manuel Lechuga, fue una máquina de la Independencia. Su nieto, Carlos D. Lechuga, ¿qué clase de máquina es? Su primer apellido es apenas una letra, una elipsis, estorba al sonoro nombre del clan. Lechuga Hevia, aristócrata rojo, embajador de Castro en Nueva York durante la Crisis de los Misiles, viene ahora como fantasma a ajustar cuentas con el nieto por convertirlo en un personaje de ficción y robarse –para el título de su libro– la regla de oro de la hospitalidad comunista: Esta es tu casa, Fidel. Empieza a correr, D. Lechuga. 

Publicadas por la española De Conatus, las 137 páginas del nieto son un insulto a la memoria del ceniciento comandante, ídolo familiar y diablito sobre el hombro del pionero Lechuga. El mantra, desde preescolar a sexto, fue uno: “¡Fidel-Alejandro-Castro-Ruz!”. La fantasía: que su abuelo muriera para que al sepelio llegara, con una sensacional escolta, el abuelo supremo, Fifo. Su mayor deseo: estrechar la mano, con uñas largas y escalofriantes, de la propia Revolución.

Lechuga Hevia, aristócrata rojo, embajador de Castro en Nueva York durante la Crisis de los Misiles, viene ahora como fantasma a ajustar cuentas con el nieto por convertirlo en un personaje de ficción

Pero Lechuga no tiene por qué correr. Está muy lejos del trópico y de la infancia, y además los fantasmas no muerden. El protagonista de las 137 páginas es él y nadie –ni siquiera los otros niños nacidos en los 80– pueden robarle el show, que empieza en el funeral imaginario del viejo y acaba en la maleta que trajo a España. “¿Se me quedaba algo? ¿Dejaba algo que me definía? ¿Me dejaba yo mismo atrás?”. Tengo la impresión de que Lechuga aún no ha respondido esas preguntas y que no le bastará un solo libro para hacerlo. Pero volvamos al pionero que soñaba con Fidel.

Lechuga se ve –lo vemos– con pañoleta y camisa blanca, distintivo de alumno destacado y un apellido que abre caminos. A la casa del abuelo en Miramar venía a menudo García Márquez, con quien el viejo compartía el estar rodeado por niñas, mujeres y matriarcas. Lechuga fue el primer varón de la familia y se lo dedicaron al embajador. “Si el niño sale macho se llamará Carlos, como el abuelo; si nace hembra, se llamará Carla; y si nace maricón, se llamará Carlota”.

La infancia fue arcádica. Se pensaba en ruso y se soñaba en americano, la jerarquía estaba clara e imitaba en todo al Estado. Lechuga Hevia era un Fidel doméstico; el niño Carlos, un pequeño proletario en el fondo del orden cósmico. Cuando le llevaban un dulce a su abuelo, su mujer lo arrojaba a la basura, por si alguien lo quería envenenar, como al comandante. Un día el niño descubrió que Castro no solo tenía un doble simbólico –su abuelo y los demás– sino uno real. Un guajiro ligeramente más gordo pero con su cara. Uno de muchos, supo luego, que jugaban el juego de Fidel hasta el extremo de que la televisión transmitía, todos los años, el filme español sobre el doble de Franco, Espérame en el cielo.

Con la adolescencia, que coincide con el Período Especial, el mundo empieza a resquebrajarse. Lechuga siente que, como su madre, hay un campo magnético que lo quiere expulsar de la fotografía familiar. “La vida me ha puesto en un lugar inferior”, razona el niño cuando los trabajadores de la Embajada de Rumanía, junto a su casa, le arrojan “cosas” a través de la reja. Pero el estallido mental llegó cuando vio al “pueblo enardecido” aplastando a un periodista independiente. La posibilidad de convertirse en parte de la turba, la disyuntiva entre ser cómplice o protestar, tuvo una primera reacción instintiva: “Tenía que censurarme. Editar. Borrar”. 

La posibilidad de convertirse en parte de la turba, la disyuntiva entre ser cómplice o protestar, tuvo una primera reacción instintiva: “Tenía que censurarme. Editar. Borrar”

Siempre nos quedará la duda de si Lechuga cuenta la verdad al describir su enamoramiento con un muchacho, cuyo nombre en clave es el lebrel afgano. Si tuvo alguna “actitud elvispresliana” o si hubo que decirle que pusiera la voz grave y dejara la “flojera”. Pero la rebeldía sexual era solo el sucedáneo de la rebeldía política, y los jerarcas más avispados llegaron a hacerle una advertencia: “Ojalá te sigamos conociendo como el muchacho bueno, el nieto de Lechuga, y no como un vil gusano”.

Era bastante tarde. Cuando el abuelo murió, Fidel no fue al entierro. El mundo del embajador Lechuga Hevia, la máquina de la lealtad, acabó desechada. “Cuando ibas por la Quinta Avenida, en los basureros podías ver sus libros, sus pasaportes viejos, su bar en forma de bola del mundo, su cuadro del pescado cantarín”. Los “compañeros de lucha” saquearon su mansión antes de que la familia actuara.

Pero Esta es tu casa, Fidel no es sólo el diálogo con los difuntos sino un prólogo a su exilio, a la vida nueva. En 2013, Lechuga logró exhibir su primer largometraje y la Seguridad del Estado olfateó –y reconoció– al gusano típico. Se tuvo que ir hace un par de años. Lo demás es vida y no ficción ni memorias. Lechuga en colores, no en blanco y negro. Dueño de su tabaco. Sin tener que ofrecerle su casa a espectros no deseados.  

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