La coreografía de un hombre libre

La escritora recuerda al recientemente fallecido Ramiro Guerra, su vecino durante la infancia

En su torre del edificio López Serrano, en El Vedado habanero. (Archivo)
En su torre del edificio López Serrano, en El Vedado habanero. (Archivo)
Rauda Jamis-Tejera

06 de mayo 2019 - 17:35

  • La escritora recuerda al recientemente fallecido Ramiro Guerra, su vecino durante la infancia

Tenía seis años cuando por primera vez me subí en aquel elevador que olía a aceite de carro y que funcionaba de maravilla. Era un edificio alto como el cielo, y Ramiro Guerra, el coreógrafo recién fallecido, vivía allí en dos pequeños cuartos llenos de cosas curiosas. Por una escalerita, desde su puerta de entrada, se subía a una terraza estrecha desde donde se veía el mar y el horizonte.

Ramiro me habló de los Reyes Magos y, cuando llegó ese 6 de enero de 1962, subí corriendo al piso 13, mientras él me entusiasmaba con su voz: "Rápido, vamos". Aquel extraordinario hombre podía ser lo mismo un soñador tranquilo que convertirse en una bola de energía acelerada e impaciente.

Ese día, debajo de una ventana de su diminuta casa, resplandecía un gran caracol de mar con un trozo de papel que llevaba mi nombre. "Mi niña querida, avanzando esta noche por la arena al borde del mar, el pie de mi camello se tropezó con este caracol y pensé que te gustaría. Te quiere, Melchor", decía el mensaje. Nos turnamos para escuchar la música del oleaje que salía de su interior.

"Mi niña querida, avanzando esta noche por la arena al borde del mar, el pie de mi camello se tropezó con este caracol y pensé que te gustaría. Te quiere, Melchor"

Había mucho ir y venir entre los pisos 5 y 13 del edificio López Serrano, en las calle L y 13 en El Vedado habanero, porque Ramiro y yo pasábamos largo rato juntos hablando. Allí me contó de su infancia en la barriada de Cayo Hueso, Centro Habana, y de su abuelo paterno luchando con Pancho Villa en México. Evocaba a su padre abogado, a su madre muerta cuando él era niño y al matriarcado que lo rodeó desde pequeño.

También habló de su hermana con discapacidad, de su vida en varias casas, su soledad y sus malacrianzas. Había estudiado ballet en Cuba y, cuando se fue a Nueva York, busco a Martha Graham, "inventora" de la danza moderna. Pero Graham se mostró demasiado posesiva con Ramiro, a quien el frío tampoco le sentó bien y estaba preocupado por su familia. Regresó a la Isla. Volvió a salir y viajó por Francia y España. Todo lo asombraba y lo nutría. Experimentó mil aventuras, muchas vidas en una.

Regresó a Cuba en 1958 y se instaló en el edificio López Serrano, en su zona más alta conocida como "La Torre". Allí se fundieron su formación recibida en Nueva York, las experiencias de los viajes, los ritmos y colores que habían rodeado su infancia, la poesía, la filosofía y su propia personalidad. Estaba listo para lanzar la danza moderna en Cuba y lo logró en la década de los 60, cuando fusionó también en ese empeño el folklore y los bailes afrocubanos.

El día que tuve que salir de Cuba por el trabajo de uno de mis padres, llevé el caracol que me había regalado en mi maleta. Su labor era "representar a la Revolución" en una embajada cubana en el extranjero. Todo era entusiasmo, ceremonias con niños rusos cortando cintas rojas, palabras como "comunismo y esperanza", apellidos como Brezhnev, se volvieron frecuentes para mi oído infantil.

Tras esa estancia, regresé a La Habana y me fui al López Serrano de inmediato. Ya casi no funcionaba el elevador así que subí corriendo los 13 pisos, no había luz en la escalera y la oscuridad era total, daba miedo. Ramiro abrió la puerta: "Mi niña", gritó y entré. Me fijé en la estantería debajo de la ventana: "¿Allí estaba el caracol, no?", le pregunté y se sorprendió de que aún me acordara. Tuve que confesarle que, en una de esas mudanzas entre un país y otro, mi caracol se había extraviado.

Saqué de mi cartera libros sobre Pina Bausch y el butoh japonés, también revistas americanas y europeas de ballet moderno, recortes y hasta un libro sobre los planetas. Todo aquel material lo había traído escondido, porque no se permitía pasar por la aduana cubana libros, artículos de la prensa extranjera ni cartas. "Aquí no llega nada", lamentó Ramiro y se llenó de entusiasmo con Bausch.

Los años 70 y 80 fueron períodos de puertas cerradas. "No les gustaba lo que hacía, no tenía ni espacio para una compañía, ni bailarines", recordó Ramiro más tarde

Su choque con el butoh fue tremendo, especialmente porque ya él amaba el teatro kabuki, nacido en ese país asiático. De inmediato integró todo aquello a sus reflexiones sobre la danza, a su propio recorrido profesional.

Los años 70 y 80 fueron períodos de puertas cerradas. "No les gustaba lo que hacía, no tenía ni espacio para una compañía, ni bailarines", recordó Ramiro más tarde. Tampoco tenía ingresos para vivir, pero aún así hizo algo excepcional: creó un ballet para un solo bailarín al que se accedía a través de la pequeña escalera que subía a la terraza del edificio. En secreto, a escondidas, hacía sus funciones a las que asistían tres o cuatro espectadores cada vez.

El talentoso artista tenía momentos de gran desesperación. A veces se refugiaba en los astros, pero apenas podía mitigar el dolor de no ver un futuro para su danza en Cuba. Había cumplido más de medio siglo de vida y la emigración, aunque un deseo, no era una opción. Le prometió a su padre antes de morir que nunca iba a abandonar a su hermana, a quien visitaba a diario.

Así pasaron corriendo los años, que se llevaron pedazos de su vida y de su creación. Mutilaciones silenciosas de su arte.

Entre tanto, lo marcó la dura cotidianidad: el refrigerador que no funcionaba, los apagones, la lluvia que entraba por el techo y mojaba su cama. No quería hacer concesiones políticas ni someter su arte al oficialismo. Tampoco le gustaba la idea de ser funcionario, porque deseaba ser libre en su manera de pensar, en su creación artística y en su vida.

Ramiro siempre tuvo conciencia de ser un individuo con educación y mucha cultura, consciente de que su visión de la danza iba más allá de cualquier código local, mucho más allá de cualquier ideología, marco o frontera que le hubiesen querido imponer. Hablaba con total libertad, con mucha inteligencia y lucidez.

Y escribía. Escribió libros esenciales sobre la danza. Me pedía que le trajera documentación y también a otros amigos. Además le llevaba camisas, pasta dental, jabones, champú y perfume. Todavía tengo en mi cartera la plantilla de su pie para poder comprarle zapatos. No podía faltarle el té, que era tan escaso en La Habana.

El elevador de López Serrano dejó de funcionar y los apagones eran un drama. Seguía lloviendo dentro de su cuarto. Alguien alertó a un ministro y decidieron que se tenía que mudar a un edificio del Cerro, apodado por la gente como Fama y Aplausos por estar habitado por figuras de la escena y funcionarios muy fieles. Le costó lágrimas tener que trasladarse.

Entonces se volvieron más frecuentes los homenajes, las distinciones con diplomas y las medallas. Le dieron un carro y una computadora.

El se reía, se burlaba, mandaba todo al carajo. "No soy crédulo, ni me engañan ni me estafan", repetía. Una pared de la casa se llenó de condecoraciones, aunque de haber podido elegir hubiera preferido crear en paz, tener su compañía y sus bailarines.

El vehículo comenzó a tener problemas pronto y la computadora envejeció. "No me puedo mover de aquí, vivo encerrado", lamentaba. Los funcionarios le daban largas para ayudarlo con las reparaciones del carro y terminó "muriendo".

También le copiaban el ‘paquete’ para que pudiera ver películas y Ramiro tuvo que pagar con su escasa pensión a una persona que lo cuidara

Sus amigos más fieles venían a buscar a quien llamaban El Maestro para asistir a algún acto o espectáculo. También le copiaban el paquete para que pudiera ver películas y Ramiro tuvo que pagar con su escasa pensión a una persona que lo cuidara. Seguían llegando distinciones y medallas que él colgaba o dejaba tiradas sobre una cama.

Siempre le quedó una intensa nostalgia por el apartamento del López Serrano, su refugio, su cabaña entre cielo y mar. Nunca se adaptó a la nueva casa . "Este lugar no se me parece, no es el mío", se quejaba y sus amigos se preguntaban ¿por qué mejor no arreglaron aquel cuarto en El Vedado?

Mantuvo siempre el sentido del humor, un vocabulario cubanísimo, sus referencias crudas al sexo y su buen apetito. En los últimos años escribió una autobiografia. Dos o tres amigos la leímos y releímos. Pero el editor nunca vino y el libro se quedó sin fecha de publicación. En una libreta, Ramiro tenía apuntado: "Qué peligroso es tener razón en aquellas cosas en que los poderosos están equivocados", de Voltaire.

Ahora, tras su muerte, la niña del caracol y todos sus queridos amigos lo imaginamos saltando de torre en torre, mientras mantenemos la promesa de seguir su huella aquí.

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