La increíble historia del triste Gabo y mi abuela bienamada

Gabriel García Márquez con Fidel Castro y Carmen Balcells en los años 80 en La Habana. (EFE)
Gabriel García Márquez con Fidel Castro y Carmen Balcells en los años 80 en La Habana. (EFE)
Manuel Pereira

03 de abril 2016 - 13:59

México/Un día cualquiera de 1983 llevé al Gabo adonde mi abuela, que vivía en un solar de La Habana Vieja, en la calle Aguiar número 105 esquina con Cuarteles. Era una gallega que había llegado a la Isla en 1926: año del devastador ciclón, año en que nació otro ciclón llamado Fidel Castro.

Yo quería que Gabriel García Márquez conociera a los pobres, que descubriera la otra cara de la luna, porque sabía que lo tenían siempre entretenido entre hoteles y casas de protocolo, en Miramar, en Cubanacán...

Al pie la Loma del Ángel, le mostré la carnicería de un paisano de mi abuela, expropiada y convertida en tugurio; también le enseñé varios negocios confiscados desde años atrás: la Guarapera de Cheo, transmutada en Comité de Defensa de la Revolución; la bodega de un asturiano transformada en accesoria de una cuartería, la panadería de un catalán cerrada a cal y canto, el puesto de frutas y verduras del chino, transfigurado en otro cuchitril. Por doquier, improvisadas paredes de bloques de hormigón sin repellar y antipoéticas rejas en las ventanas. Lo único pintoresco que quedaba en el barrio eran las tendederas en los balcones.

Los ojos de mi admirado escritor -ejercitados por su largo oficio de periodista- no perdían detalle. Subimos al primer piso de la casa de vecindad y fuimos hasta el fondo, entre galerías donde alguna vez hubo vitrales policromados de medio punto ya extinguidos.

¿Quién lo iba a decir? Un Premio Nobel en un solar habanero, pero mi abuela no sabía qué era la Academia Sueca, ni siquiera sabía dónde quedaba Suecia

¿Quién lo iba a decir? Un Premio Nobel en un solar habanero, pero mi abuela no sabía qué era la Academia Sueca, ni siquiera sabía dónde quedaba Suecia. Años atrás confundía a Carpentier con un famoso carpintero y, a Sartre, con algún célebre sastre de visita en la Isla. Era una aldeana casi analfabeta que, al desembarcar en La Habana con alpargatas y pañuelo a la cabeza, tuvo que sacar adelante a tres niños limpiando suelos y baños en promiscuos solares.

Entramos en su vivienda sin baño: un comedor, el dormitorio y una cocina pequeña. Mi invitado de honor lo miraba todo. Ella ofreció sus sillas destartaladas y un sillón con el mimbre roto. Nos sentamos a la mesa. Por vergüenza, no le enseñé al Gabo los malolientes inodoros y las duchas colectivas, que ella nunca usaba, pues prefería servirse de una palangana en su cocina tiznada, detrás una cortina de plástico.

Mi abuela enseguida sacó agua fría del trepidante refrigerador que ella llamaba "General Eléctrico", del 58, ya con algún desconchado en el esmalte blanco. Se puso a colar café. De las vigas de madera del techo caían piedrecitas cuando los niños de los altos correteaban. El Gabo miraba de reojo las paredes descascaradas. Preguntaba sobre asuntos de la vida cotidiana.

Mi abuela le enseñó la libreta de racionamiento y también su cajita mágica. En los frecuentes períodos de escasez de tabaco, ella -al igual que muchos otros- recogía en la calle colillas que luego destripaba para sacarles la picadura y con ella confeccionar sus "Tupamaros".

"¿Por qué Tupamaros?", preguntó el Gabo.

"Porque son clandestinos", respondí yo, y el autor de Cien años de soledad sonrió.

Ella le explicó el complicado mecanismo de la "maquinita", que era como una caja de dominó, en la que introducía la picadura, y luego jalaba hacia ella un palito a guisa de rodillo, como si fuera una ballesta, alargando una lengüeta de caucho, que hacía saltar un cigarrito recién enrollado y engomado con almidón.

A falta de papel para liar cigarrillos, usaba páginas casi transparentes del folleto Carta de España que le mandaban de la embajada. Pero como éstas eran pocas, también arrancaba hojas de una Biblia que no leía, pero que atesoraba como un talismán en su altar poblado de santos. Lo mismo se fumaba un versículo de San Juan que una sentencia del Eclesiastés.

"Me gustaría hablar del bloqueo y sus consecuencias, contando la imaginación de los cubanos para vencer las dificultades, pero no quisiera molestar a Fidel", dijo el escritor

Al salir, ya en la calle, el Gabo me confesó: "Me gustaría mucho escribir un libro sobre la escasez de los cubanos, tu abuela haciendo sus Tupamaros, la falta de dicha doméstica".

"Sería un libro magnífico", exclamé.

Se puso triste y agregó: "Me gustaría escribirlo, hablar del bloqueo y sus consecuencias, contando la imaginación de los cubanos para vencer las dificultades, pero no quisiera molestar a Fidel. No lo puedo escribir, porque es un libro que Fidel va a sentir como un ataque, y no quiero contrariarlo".

Después de eso, ya no insistí. Cada escritor elige su destino. En lo alto, mientras oscurecía, mi abuela se fumaba un capítulo del Levítico y el humo bíblico salía por su balconcito hacia la luna.

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