Así es la vida en un albergue para los damnificados del tornado que asoló La Habana

Hacinados, en condiciones insalubres, a estos damnificados no les quedó más remedio que aceptar la propuesta del gobierno de vivir de forma temporal en este albergue

Ailena, una embarazada de 22 años casi a punto de dar a luz, es una de las damnificados del tornado. (14ymedio)
Ailena, una embarazada de 22 años casi a punto de dar a luz, es una de las damnificados del tornado. (14ymedio)
Luz Escobar

11 de mayo 2019 - 20:14

La Habana/Para llegar al albergue se tienen que caminar más de dos kilómetros bajo el sol inclemente de La Habana. Ninguna ruta de guagua lleva hasta allí. No hay un solo cartel que indique cómo llegar. Ni siquiera el sitio tiene nombre. Nadie se acordaría de ese viejo almacén de la escuela Villena Revolución si no fuera por la veintena de personas que ahora lo habitan desde que un tornado asoló La Habana el pasado enero.

Hacinados, en condiciones insalubres, a estos damnificados no les quedó más remedio que aceptar la propuesta del gobierno de vivir de forma temporal en este albergue. Muchos de ellos son considerados “ilegales” por emigrar de las regiones más pobres del país en busca de mejores oportunidades para sus hijos.

“Esto no es vida. Aquí llevamos tres meses. Las condiciones son pésimas, no tenemos privacidad ninguna. Dormimos en una cama al lado de la otra. Parecemos cerdos”, dice Yudelmis Urquiza, una de las albergadas que vivió durante 15 días en un almacén después que perdió su casa, hasta que el gobierno la trajo a este lugar.

Urquiza es mulata, delgada, muy locuaz. Parece poseída por una rabia que no puede contener. Quiere explicar por qué se siente ultrajada en el albergue y no puede contener las palabras. Explota en descripciones. El custodio del albergue la mira de reojo. Le molesta que hable con tanta libertad. Impide pasar a conocer el sitio pero Urquiza le pasa la cámara a uno de los muchachos que fotografía de todo lo que los albergados quieren denunciar.“Los baños son letrinas. Hay uno que está tupido y la mierda brota sin parar. Las otras letrinas están llenas de guasasas y otros insectos. Aquí todas las mujeres hemos cogido parásitos vaginales y por más que nos quejamos nadie nos hace caso”, comenta.

Ella tiene 29 años y dos hijos de 11 años y nueve meses. Es madre soltera. Su casa en la calle Concha, entre Infanzón y Pedro Perna, se desplomó con los primeros vientos del tornado. Tampoco era una edificación en buen estado, como media ciudad. Si no hubiese sido el tornado, se la habría llevado las lluvias o un frente frío.

El sol caía vertical sobre las tejas de fibrocemento del techo del albergue el pasado miércoles. El calor era insoportable y unas gotas de sudor resbalaban sobre el rostro de Urquiza. “El desayuno no ha llegado todavía”, grita. Las autoridades les prohíben cocinar a los damnificados. La comida es gratis, pero ellos no están satisfechos con la calidad.

“La comida es malísima. El Arroz Congrí viene duro y el picadillo, con caca de mosca. Los niños han tenido diarrea y vómitos. Una de las embarazadas estuvo dos días sin comer porque los alimentos estaban echados a perder”, dice.Para ese momento ya se había congregado un grupo de albergados en la puerta del local. El custodio seguía apostado en la entrada, impertérrito, pero la conversación adquiría más una connotación de asamblea de barrio. Todos querían participar.

“La jamonada viene verde. Hasta cucarachas nos hemos encontrado en el arroz”, dijo un joven de barba rala y cabellera engominada. “Aquí hay mujeres embarazadas, hay niños que necesitan alimentarse bien. La comida la traen cuando ellos quieren y nosotros tenemos que adaptarnos a sus horarios”, agrega.

El agua la beben de un tanque de asbesto cemento que se encuentra en el patio común. Según los albergados, las autoridades sanitarias les advirtieron que esa agua no estaba clorada, pero como no se les permiten implementos de cocina, tampoco pueden hervirla.

“Al principio teníamos miedo, pero ya les damos a los niños de esa agua. También tomamos nosotros. ¿Qué otra cosa podemos hacer?”, dice resignada otra vecina del albergue.

Los médicos del policlínico de Boyeros les recetaron a los niños unas tabletas de mebendazol, un fármaco para los parásitos intestinales, pero según los vecinos, hasta el momento no han podido encontrar el medicamento en ninguna farmacia.“Es muy duro para una madre ver cómo sus niños viven sin condiciones sanitarias. Han tenido fiebre y diarrea. Los mismos médicos del policlínico dijeron que este lugar estaba inhabitable, pero aquí seguimos”, lamenta una de las albergadas.

Todos dicen haber escrito cartas a las autoridades del gobierno y del Partido Comunista suplicando una solución para su caso, pero nadie les ha contestado las misivas. Ailena, una embarazada de 22 años casi a punto de dar a luz se acercó a las autoridades para pedir ayuda por su “situación especial”.

“Me dijeron que eso era un problema mío. Que yo me había embarazado y que por tanto, yo tenía que solucionar mi problema”, relata acongojada.

“Una ventolera corrió las tejas del techo el otro día y ahora cuando llueve se moja todo. Nos pasamos la vida cuidando que no se nos mojen los colchones que nos regaló la Iglesia”, dice la embarazada.

Los albergados cuentan que un reportaje televisivo que mostraba a damnificados recibiendo nuevas casas despertó ilusiones en ellos. “Llamamos enseguida a Bárbara Agón Fernández, la presidenta de la Asamblea Municipal del Poder Popular de Diez de Octubre. Ella nos había prometido que después de un censo que nos hicieron, nos construirían una vivienda”, relatan.Sin embargo, la funcionaria les aclaró que las ayudas solamente eran para los “legales”. Aquellos que no tenían dirección en La Habana seguirían en el albergue por tiempo indefinido. Ni siquiera se sabía que iban a hacer con ellos, les aseguró Agón, quien además los conminó a agradecer a la Revolución porque “de ser en otro país, estarían en la calle”.

Los albergados sacaron un viejo cartel propagandístico de Fidel Castro con su afamado concepto de Revolución. “Revolución es ser tratado y tratar a los demás como seres humanos”, dijo una mujer con un tono un poco burlón. El custodio, malhumorado, perdió la paciencia y llamó a la Policía. “¿Estamos presos?”, le increpan los damnificados. El hombre no responde. Minutos después una patrulla policial con dos uniformados anunciaba que se acababa la entrevista.

“¿Su credencial de periodista? Tiene que acompañarnos a la unidad para aclarar esta situación”, dijo tajante un oficial.

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