La fragilidad de la democracia en América Latina

Monumento de América latina un proyecto arquitectónico de Oscar Niemeyer, en São Paulo, Brasil. (Paulisson Miura)
Monumento de América latina un proyecto arquitectónico de Oscar Niemeyer, en São Paulo, Brasil. (Paulisson Miura)
Mauricio Rojas

02 de abril 2016 - 13:34

Lund, Suecia/Como punto de partida podemos constatar un hecho fundamental y altamente positivo. Vivimos, sin duda, una época políticamente excepcional en la historia latinoamericana: nunca la democracia había predominado en tantos países ni por un lapso tan largo como durante estos últimos 35 años. En 1975 apenas cuatro de las 20 naciones latinoamericanas podían catalogarse como democracias: Colombia, Venezuela, Costa Rica y República Dominicana. Hoy, por el contrario, lo hace la gran mayoría de ellas, con Cuba como notable excepción y países como Venezuela y Haití en una zona gris entre la tiranía y la anarquía, para usar la célebre expresión de Simón Bolívar. Los golpes de Estado y las dictaduras se han convertido en fenómenos inusuales, lo que no deja de ser sorprendente en una región que desde su independencia y hasta mediados de los años 1970 experimentó más de 360 golpes de Estado exitosos y un sinfín de intentonas fracasadas.

Nunca la democracia había predominado en tantos países latinoamericanos ni por un lapso tan largo como durante estos últimos 35 años

Esto explica otra importante característica histórica de América Latina: la tendencia refundacional de sus dirigencias políticas y militares, que habitualmente han tratado de legitimar su acceso al poder mediante nuevas constituciones, con las que se pretende poner de manifiesto una supuesta ruptura tajante respecto del pasado y abrir una nueva era en la historia del país respectivo. Ello queda reflejado en las más de 250 cartas constitucionales que se han dictado en la región desde inicios del siglo XIX según los datos entregados por Paul Drake en su historia de la democracia en América Latina. Esto contrasta fuertemente con los Estados Unidos y su única constitución, pero también con Europa Occidental, cuyo promedio es, según los cómputos de Gabriel Negretto, de poco más de 3 constituciones por país desde 1789 en adelante, mientras que en América Latina se llega a un promedio de casi 13 cartas constitucionales por país. Sin embargo, hay que destacar que también en esta materia resaltan positivamente las últimas décadas, con un “creacionismo constitucional” que en promedio se ha reducido, a partir del año 1977, a menos de la mitad de lo que era la norma histórica latinoamericana.

Estos datos permiten confirmar la profundidad del cambio ocurrido en América Latina: a pesar de todos sus sobresaltos y deficiencias es innegable que vivimos no sólo en una era predominantemente democrática sino, además, de mayor estabilidad política y constitucional respecto de lo que era habitual en la región. Esto, lamentablemente, no quiere decir que los avances de estas últimas décadas sean irreversibles. Para que así fuese tendríamos que haber superado las fuentes históricas de nuestra inestabilidad política y ello está muy lejos de ser así. Esto hay que recordarlo para que no nos desborde el optimismo que naturalmente fluye de las recientes derrotas electorales del populismo más agresivo en Argentina, Venezuela y Bolivia. Sin duda que hoy tenemos motivos para celebrar, pero también, y no menos, para preocuparnos.

Hoy tenemos motivos para celebrar, pero también para peocuparnos ante las recientes derrotas electorales del populismo más agresivo en Argentina, Venezuela y Bolivia

Lo primero que es menester señalar al respecto es el significativo cambio de ciclo económico que estamos viviendo desde hace algunos años: una vez más, y esto ha pasado reiteradamente en nuestra historia, hemos pasado del ensueño del dinero fácil, provisto por nuestras exportaciones primarias, a un duro despertar que, además, no será de corta duración. Este cambio de ciclo ha tenido una importancia clave para poner en evidencia la fragilidad de los proyectos populistas, ya sea de los más descabellados y estridentes, como los de Venezuela y Argentina, o de aquellos algo más discretos, como el de Brasil.

Pero, desafortunadamente, es mucho más que eso lo que el cambio de coyuntura ha puesto en evidencia. Lo que aflora con nitidez son las debilidades endémicas de nuestro desarrollo económico, que sigue estando lastrado por los niveles comparativamente bajos de formación de capital humano derivados, a su vez, tanto de la pobreza que ha golpeado y aún golpea a tantos latinoamericanos como de las deficiencias y desigualdades de nuestros sistemas educativos. Nuestra vulnerabilidad, y esto hay que recalcarlo, no depende en el fondo de la volatilidad de los precios de nuestros bienes exportables, sino de la falta de oportunidades de tantos latinoamericanos para realizar su pleno potencial creativo y productivo.

Ahora bien, el cambio de ciclo económico va a tener significativos efectos políticos de largo alcance que van mucho más allá de las recientes derrotas del populismo. La fase de estrechez económica en que hemos entrado no sólo va a defraudar las grandes expectativas despertadas durante los años de la bonanza exportadora, sino que también va a condenar a muchos latinoamericanos a volver a aquella pobreza que hace no mucho habían superado. Según el Panorama Social de América Latina 2015, publicado hace algunos días por la Cepal, la pobreza ha vuelto a aumentar en términos absolutos a partir del año 2013 y en términos porcentuales a partir de 2014. Así, después de una disminución de más de 60 millones de pobres entre 2002 y 2012 notamos un aumento con 11 millones entre 2012 y 2015.

La pobreza relativa puede ser mucho más explosiva políticamente que la absoluta, especialmente cuando una parte de nuestras nuevas clases medias vea amenazadas sus recientes conquistas de bienestar

Este incremento se da en el contexto de una región donde la pobreza absoluta siempre ha sido y sigue siendo un problema fundamental, afectando hoy a unos 175 millones de latinoamericanos, de los cuales unos 75 millones viven en la indigencia. Pero estas cifras están lejos de reflejar la verdadera magnitud de nuestra pobreza, ya que sólo aluden a la pobreza absoluta y dejan de lado aquella pobreza relativa que, políticamente, puede ser mucho más explosiva que la absoluta, especialmente cuando una parte de nuestras nuevas clases medias vea amenazadas sus recientes conquistas de bienestar.

Esto nos anuncia un futuro de mucha frustración y descontento, que se hará sentir con independencia del color político del gobierno de turno. Ello coincide además, y este es un dato clave, con un gran aumento de la desconfianza ciudadana respecto de las élites dirigentes –ya sean éstas de índole política, económica o incluso moral– que ha llegado a niveles excepcionalmente altos a partir de impactantes escándalos de corrupción y abuso de poder.

Esta no es una situación que se va a revertir fácilmente ya que, más allá del impacto circunstancial de estos escándalos, a lo que estamos asistiendo es a un cambio dramático en la relación entre gobernantes, cada vez más vigilados y cuestionados, y gobernados, cada vez más vigilantes y empoderados. Este cambio, que en sí es muy positivo, no sólo ha terminado con la impunidad tradicional de que gozaba una parte de las élites dirigentes sino que, además, está impactando con fuerza en las instituciones y los mecanismos tradicionales de funcionamiento de la democracia representativa, que hoy se encuentran altamente deslegitimados.

Estamos asistiendo a un cambio dramático en la relación entre gobernantes, cada vez más vigilados y cuestionados, y gobernados, cada vez más vigilantes y empoderados

En suma, la democracia como ideal que propugna una amplia participación ciudadana en la vida política parece ser más fuerte que nunca en América Latina, pero al mismo tiempo la democracia realmente existente vive un momento particularmente crítico.

Esta compleja situación ha vuelto a poner en evidencia una de las mayores causas históricas de la inestabilidad política latinoamericana. Me estoy refiriendo a nuestra bien conocida debilidad institucional. Tenemos por cierto excepciones, como Uruguay, Chile y Costa Rica, pero en general han sido la corrupción, la venalidad, las mafias, las clientelas y el poder personal de los caudillos lo que ha caracterizado nuestro desarrollo institucional. Podemos decir, generalizando, que el Estado latinoamericano nunca ha dejado de pertenecer a ese tipo de Estado que Max Weber denominó “Estado patrimonial” y que Octavio Paz, de manera mucho más sugestiva, llamó “ogro filantrópico”, definiéndolo como un régimen donde los gobernantes “consideran el Estado como su patrimonio personal”.

Los índices internacionales disponibles muestran con toda contundencia la deplorable situación de la región en términos institucionales. Como ejemplo de ello baste citar el Informe Global de Competitividad 2015 del Foro Económico Mundial, donde se estudia, entre otros aspectos, la calidad institucional de 140 países. Pues bien, de acuerdo a esa fuente más de dos terceras partes de los países latinoamericanos se ubican entre los 40 países con peor calidad institucional, e incluso cuatro de ellos se encuentran entre los diez países peor clasificados, incluyendo a Argentina, en el lugar 135, y a Venezuela, que ocupa el último lugar de las 140 naciones estudiadas. Sólo Uruguay, Chile y Costa Rica se encuentran en los 50 países que encabezan la lista, aunque ninguno de ellos supera el lugar número 30.

Latinoamérica ha entrado en una fase crítica de su desarrollo, donde la deslegitimación creciente de sus élites dirigentes coincide con una difícil situación económica

En suma, salvo excepciones, nuestras instituciones no han sido de carácter impersonal, profesional y probo, sino propiedad de caudillos y patrones que las han usado tanto para su provecho como para favorecer a su círculo de amigos y subordinados. Por ello es que nuestra democracia tiende, de manera natural, a acercarse a aquel tipo que Max Weber definió como Führerdemokratie o “democracia de caudillo”, especialmente bajo la forma, tan conocida en América Latina, de lo que Weber denominó como “democracia plebiscitaria de caudillo”, donde un líder carismático compra el favor y fervor popular distribuyendo pan y circo.

La corrupción institucional que genera esta forma de ejercer el poder ha sido una característica histórica de nuestro sistema político, pero ella también ha penetrado nuestra vida económica, profundamente entremezclada con y dependiente de los favores del poder político. Esto ha sido siempre así, pero hoy se denuncia más, escandaliza más, se acepta menos y lleva a los ciudadanos a las calles de una manera nunca antes vista, y de ello debemos sin duda alegrarnos.

Resumiendo, Latinoamérica ha entrado en una fase crítica de su desarrollo, donde la deslegitimación creciente de sus élites dirigentes coincide con una difícil situación económica. A partir de ello, sus problemas de siempre, como la pobreza, la desigualdad, el caudillismo o la debilidad institucional, volverán a hacerse presentes con gran fuerza. En muchas partes de la región no sólo no funciona el Estado de derecho sino que incluso el monopolio estatal del uso de la fuerza ha cesado de existir.

Es bajo estas complejas condiciones que debemos darle nueva vida a sistemas democráticos cada vez más anémicos y menos legitimados. Este es el horizonte de desafíos que los liberales latinoamericanos debemos saber enfrentar. De nuestra capacidad para hacerlo dependerá, en gran medida, que la libertad, y con ello la democracia, subsista frente al embate del populismo, el autoritarismo, la delincuencia y la anarquía.

________________________________________________________________________

Nota de la Redacción: Mauricio Rojas es profesor asociado de la Universidad de Lund y ex miembro del Parlamento de Suecia. Publicamos la ponencia que el autor presentó esta semana en Madrid en el seminario Vargas Llosa: cultura, ideas y libertad.

También te puede interesar

Lo último

stats