Un último brindis por el escritor Pepe Fajardo

De izquierda a derecha: Luis Leonel León, Enrique Del Risco, José Ramón Fajardo en el patio de la casa de Armando Tejuca. (Foto Enrique Del Risco)
De izquierda a derecha: Luis Leonel León, Enrique Del Risco, José Ramón Fajardo en el patio de la casa de Armando Tejuca. (Foto Enrique Del Risco)
Ernesto Santana

17 de diciembre 2016 - 15:15

La Habana/Cuando muere un viejo amigo muchas preguntas quedan sin respuesta. Regresan recuerdos que parecían perdidos y aparecen preguntas que solo podría responder el que se ha ido. Interrogantes que acentúan el sentimiento de pérdida personal y que se quedarán sin respuesta para siempre.

Cuando supe que había muerto Pepe Fajardo, me di cuenta de que en los últimos veinte años no lo vi más de cinco veces. Es frecuente que el insilio separe más que el exilio. Otros amigos tampoco lo habían visto mucho más. Lo que sí parece seguro es que ya no escribía.

José Ramón Fajardo (1957) fue escritor de obra escasa. Publicó Nosotros vivimos en el submarino amarillo, una colección de cuentos merecedora de un premio David a mitad de los años ochenta y que tocaba la vida adolescente en las escuelas en el campo.

Colaboró en la antología de relatos sobre el Sida Toda esa gente solitaria y algunos cuentos de su cuaderno han aparecido en recopilaciones como la que hicieron en 2005 Raúl Aguiar y Yoss, Escritos con guitarra, cuentos cubanos sobre el rock.

A mediados de los noventa me dejó leer unos pocos cuentos que había escrito sin prisa y sin la urgencia de que otros los leyeran, como si no le interesaran mucho. Acaso, por el contrario, tenían mucha significación aunque no lo dejara notar, tal vez por su elegante evasión de la queja.

Nunca volví a ver otro escrito suyo. No recuerdo casi nada de aquellos cuentos leídos en unas pocas horas de alcohol. Lo que nunca olvido es que, cuando me pidió una opinión, le dije que aquellas páginas parecían escritas por alguien justo antes de suicidarse y se irritó mucho, para sorpresa mía, pues habíamos sido amigos muy cercanos desde 1979.

No dije aquello creyendo que pensara darse fin, pero su reacción me llamó la atención. Si bien no mostraba esa dosis de loco coraje necesaria para hacerlo, Pepe era una persona profundamente sufrida, en esencia un solitario sin cura, aun cuando buscara la cercanía de alguien. Su única fiel compañía fue la callada desesperación que a veces se adivinaba en el fondo de sus boyunos ojos miopes o en alguna de sus acotaciones al margen de la vida.

Ni siquiera quería ser un escritor conocido y respetado, a pesar de haber ganado antes de los treinta años, con lo primero que escribió

Sin embargo, esa no era su esencia cuando lo conocí. Entonces todavía no escribía, pero era evidente que terminaría haciéndolo, porque, aunque se graduó como profesor de historia, la literatura lo obsesionaba. Por ese entonces daba la impresión de haberlo leído todo y, además, de recordarlo como si lo hubiera vivido. De hecho, tuvo la suerte de una existencia bastante aliviada de carencias y no conoció la dura lucha por sobrevivir. Pero nunca fue feliz, a pesar de que no lo tentaban grandes ambiciones y de que solía ser un mayúsculo jodedor.

Ni siquiera quería ser un escritor conocido y respetado, a pesar de haber ganado antes de los treinta años, con lo primero que escribió, un premio que abría puertas y que para cualquier principiante hubiese resultado un gran estímulo.

Los cuentos de Nosotros vivimos en un submarino amarillo son juveniles, deseosos, con aquella excelente prosa suya que nació hecha y su ilación minuciosa y sutil. Luego vino la oscuridad, lenta e impregnante. No sé si aquellos bien guardados cuentos que leí mucho después fueron el nadir de esa penumbra. Si no escribió más no fue porque no tuviera nada que decir. Una de sus frases preferidas era un verso de Jim Morrison: “Quiero escuchar el grito de la mariposa”.

En su vieja casa de La Víbora vi por primera vez un cuadro original de Antonia Eiriz. Después, en mi recuerdo, aquellos cuentos pertenecen al mundo grotesco de esa pintora. El juvenil y confiado submarino amarillo naufragó en un légamo abisal, espeso, impenetrable, que hacía casi imposible desvelar los detalles del desastre. Pepe Fajardo redactó algunas notas, aquellos cuentos, pero no podía avanzar en tamaña densidad.

Así lo veo ahora, con la parcialidad y la imprecisión que imponen las circunstancias y la historia del país en las últimas tres décadas. En los primeros ochenta, pasábamos mucho tiempo con Ramón Fernández-Larrea, su mejor amigo -que estaba marcando la época con sus versos-, intercambiando libros y escritos. Llegó la perestroika. Creímos que caería el telón de nuestra brutal farsa nacional. Lo que cayó fue el mayor agujero negro en la cronología cubana. Ramón se marchó del país. Pepe y yo nos veíamos muy poco ya, cada uno en su deriva.

Pese a todo, Pepe Fajardo hizo siempre una vida relativamente ordenada. Trabajó durante casi cuarenta años como instructor en talleres literarios. Era una labor para vivir, pero él se sentía a gusto y lo hacía bien, incluso en los años en que ningún sueldo servía para nada. Era también una especie de máscara, una coartada para demostrarse a sí mismo que existía.

En casa lo aguardaban unas gafas más importantes que sus gruesos espejuelos de cegato. Solo con alcohol podía ver el cada día, como Malcolm Lowry. Sin embargo, aunque no escribiera mucho, seguía siendo el mayor devorador profesional de bibliotecas que he conocido. En la de la Fundación Carpentier, muy buena, era difícil hallar un libro en cuya tarjeta no apareciera su firma de lector.

Fanático del béisbol, y en primer lugar de Industriales, se alegraba como un niño con cualquier victoria del equipo azul, aunque recuerdo que hacía tiempo, ante la decadencia de ese deporte, ya no se ilusionaba tanto con las temporadas, aunque no dejara de merendarse cuanto libraco encontrara sobre el tema y, seguro, de ver algún juego en la televisión.

Hace poco supe que, increíblemente, había visitado a Ramón en Miami, en un viaje que hizo para ver a un familiar en Estados Unidos. Por supuesto, estaba lejos de aquel Pepe de los ochenta. Era un tipo nervioso, raro, difícil, ansioso de su madriguera. Con la noticia de su mortal ataque cardíaco supe que llevaba un tiempo enfermo. Alguien me dijo incluso que fue un final esperable.

Es triste comprobar lo poco que puede decir cualquier palabrería en estos casos. Pero hace años alguien me enseñó un antiguo brindis inglés que a veces he usado en broma, y que sé que a Pepe Fajardo le hubiera causado una media sonrisa cínica, y le hubiera gustado, como buen jodedor que era: “Brindemos por nosotros y por todos los que son como nosotros, que son pocos y están casi todos muertos”.

Paz para tu alma, por fin, querido amigo.

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