China y Vietnam: ¿un paradigma para los cubanos?

Miriam Celaya

19 de junio 2014 - 11:45

La Habana/Es recurrente entre algunos analistas valorar como buena la opción de una apertura económica en Cuba al estilo de China o Vietnam. Basan su argumentación en el crecimiento que se ha operado en dichas naciones en las últimas décadas a partir del impulso gubernamental al empresariado privado y de la apertura al mercado, lo cual se refleja en los favorables indicadores económicos que ostentan ambos países, China en especial, a pesar de estar bajo "regímenes comunistas". ¿Qué impediría que la Cuba castrista alcanzara avances similares de aplicarse experiencias análogas?

Entre los partidarios de esta "chinización" o "vietnamización" de Cuba no faltan los sectores contrarios al embargo estadounidense, quienes sostienen –no carentes de sentido común, pero con muy poco o nulo sentido de la realidad cubana– que las reformas raulistas, sumadas al levantamiento de las sanciones de Washington contra La Habana, conducirían de manera lógica, no solo a una mejora en las condiciones materiales de vida para los cubanos, sino también a una gradual democratización de Cuba. La ecuación, más simplista que simple, se podría resumir de la siguiente forma: aperturismo de timbiriches + flexibilización del embargo = democracia. Tan sencillo como eso. Medio siglo de conflictos entre ambos gobiernos y de pobreza generalizada para los cubanos, resueltos de un certero plumazo.

Claro, según estos analistas en la feliz solución de la ecuación incidirían elementos como "la sociedad civil", que en su entusiasta imaginario está representada por el empresariado cubano (llaman así a lo oficialmente definido como sector cuentapropista), que se organizaría en pos de defender sus intereses particulares, ganando importantes espacios de poder económico y social. Además, los teóricos de esta transición de inspiración asiático-comunista cuentan con el beneficio derivado del intercambio o contacto que tendrían los nativos del sultanato insular con el mundo democrático occidental, en especial con los estadounidenses y cubanoamericanos que visitaran o invirtieran en Cuba.

Las intenciones parecen buenas pero resultan insuficientes, porque en las condiciones políticas actuales los cubanos ocuparían una posición subordinada ante cualquier intercambio habida cuenta que –a diferencia de los chinos– tienen expresamente negada la participación como inversionistas en los planes de desarrollo económico que aspira a implementar el gobierno. Por otra parte, la legalidad vigente prohíbe la libre asociación, no existe la libre contratación, circulan dos monedas a una tasa oficial de cambio leonina, además de otras lindezas propias de una realidad sin derechos en la cual todo "intercambio" porta una estridente asimetría, con marcado perjuicio para los cubanos.

En otro extremo están los adalides a ultranza de la "chinización" cubana, una suerte de porristas que estimulan al gobierno de Cuba para que haga la jugada definitiva. Estos alucinados aseguran que el General-Presidente, Raúl Castro, ha dado suficientes muestras de cambios, favoreciendo un escenario de importantes transformaciones sociales. Así, solo bastaría flexibilizar (más aún) las restricciones que impone el embargo y, ¡voilá!, los cubanos nadaríamos en la abundancia material y terminarían nuestras penurias. ¡Qué más podríamos querer después de 50 años de carencias que renunciar a las libertades a cambio de un hipotético o posible bienestar material!

Dicho así, el asunto también parece sencillo, y de cierta manera lo es: ya los cubanos no solo serían un rebaño de carneros, balando lastimero por falta de pasto y de refugio, sino que una parte de ese rebaño tendría la magnífica oportunidad de convertirse en una piara de cerdos: viviendo para comer y refocilarse en una supuesta abundancia material, aunque sin derechos políticos y sin libertades, siempre a expensas de los apetitos del amo.

Curiosamente, los voceros de semejante programa de prosperidad no viven en Cuba, aunque muchos de ellos son nacidos en esta Isla. Tampoco viven en China ni en Vietnam, de manera que la ausencia de derechos humanos supone apenas una minucia frente a la oportunidad de engrosar sus propias ganancias. Solo faltaría saber qué opinan los chinos y vietnamitas pro-democracia tras años de "bonanza" aperturista de su nueva vida y de sus respectivos gobiernos. Pero, en especial, habría que conocer la opinión de los demócratas de la propia Cuba. No parece que ellos aspiren a coronar décadas de lucha con una realidad similar a la de aquellos dos "paradigmas" asiáticos. Con seguridad, si las opciones fueran elegir entre la sumisa prosperidad de aliento chino-vietnamita y la libertad con los precios y responsabilidades que ella implica, la mayoría optaría sin dudar por la segunda.

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