Cuba en la OEA, la silla de la discordia

Cumbre de las Américas de 2012, en Cartagena de Indias. (Fuente: Wikipedia)
Cumbre de las Américas de 2012, en Cartagena de Indias. (Fuente: Wikipedia)
Manuel Cuesta Morúa

22 de septiembre 2014 - 08:30

En el debate sobre la pertinencia de invitar o no al Gobierno de Raúl Castro a la VII Cumbre de las Américas, que tendrá lugar en Panamá en abril de 2015, hay posiciones encontradas e, incluso, irreconciliables.

Estados Unidos y Canadá invocan el quinto párrafo de la Declaración de Quebec de 2001, que postula el respeto y la promoción de las libertades fundamentales, de los derechos humanos y del Estado de derecho, como requisitos para la participación en esas citas. El resto del hemisferio, por el contrario, no quiere admitir ni un día más la exclusión del Gobierno cubano de los foros hemisféricos.

Quienes apoyan la inclusión argumentan que ningún Estado debe ser aislado de la Organización de Estados Americanos (OEA), aplicando así la Doctrina Estrada de México, que reconoce a los Estados con independencia de sus formas de gobierno.

Estados Unidos y Canadá se han opuesto a la participación del Gobierno cubano en estas citas por razones institucionales. La Cumbre de las Américas constituye el primer nivel de la OEA, que ha trabajado para fortalecer valores como la democracia, el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales, entre otros tantos que constituyen hoy requisitos de legitimidad y participación.

Para el resto de los países, el cumplimiento de estas exigencias no es condición necesaria para admitir a los Estados. De hecho, invocan la pluralidad de formas de gobierno como el eje básico de la comunidad americana.

el intento de reformar la OEA gasificando sus principios y mezclándolos con conceptos pre democráticos

Esta última postura se ha traducido en dos resultados debilitantes. Por un lado la creación de un sinnúmero de acrónimos integradores, como CELAC, UNASUR, MERCOSUR, ALBA, CARICOM, Comunidad Andina de Naciones, Alianza del Pacífico, etcétera. Por otro, el intento de reformar la OEA gasificando sus principios y mezclándolos con conceptos pre democráticos como los de soberanía de los "pueblos" y de no intromisión en los asuntos internos de los Estados.

América Latina y el Caribe no han llegado aún, o incluso han retrocedido, en el proceso de globalización de los valores que son la base coherente de la integración regional en cualquier parte del mundo. Para nuestra subregión no hay nada en el horizonte político que pueda llamarse la América de los ciudadanos.

Sin embargo, esta discordia hemisférica en cuanto a la inclusión o no del Gobierno cubano en la OEA no es estratégica ni institucional, sino táctica. O sea, el debate versa sobre cuál sería la mejor manera de insertar a Cuba dentro de la comunidad de naciones democráticas.

Esta discusión táctica se da sólo en determinados círculos políticos, académicos y mediáticos con cierta influencia en el debate público. El dilema se expresa entre aislar al Gobierno cubano hasta que se democratice o insertarlo aunque no se democratice.

Vale la pena preguntarse si es posible introducir esta discusión táctica en el debate político al más alto nivel. Sin dudas, se pueden compartir los valores institucionalizados que son la base de la OEA y diferir en las políticas a seguir para conseguir la democratización de Cuba.

Ninguno de los gobiernos al sur del Río Bravo se ha expresado, al menos públicamente, en esta dirección táctica. Su compromiso con la democracia parece ser con sus procedimientos, no con sus fundamentos. El alto mando de la OEA tampoco se ha pronunciado.

La opción de insertar para democratizar es explorable. Estados Unidos ya levantó en 2009 su veto a que el Gobierno de La Habana ocupara la silla correspondiente a Cuba en la OEA. Fue un paso que tácitamente admitía la posibilidad de un proceso gradual de democratización de la Isla dentro de un marco institucional.

Con su arrogancia, el Gobierno cubano se negó entonces a ocupar la silla por razones que tienen menos que ver con el orgullo y más con su negación a verse atrapado en una red institucional democrática. Una estructura que le exigiría un comportamiento cuando menos decente hacia sus ciudadanos.

Desbordar ese espacio con representantes de la sociedad civil es una mejor estrategia que negarle la asistencia al oficialismo

Si el Gobierno de Cuba se sentara en la Cumbre de las Américas, podría escuchar, al menos, que la democracia existe. Ese paso se complementaría con la inserción institucional de la sociedad civil cubana en las estructuras de la OEA, que abriría sus micrófonos también para actores no estatales.

Esta opción táctica no compromete los principios, más bien los refuerza en el triple entendido de que el juego democrático auténtico se vertebra en la sociedad civil; de que los actores esenciales de la democracia no son los Estados sino los ciudadanos, y de que a la democracia se llega a través de un proceso, no de un desembarco.

Aquel levantamiento del veto norteamericano en 2009 no fue acompañado por un gesto similar de los gobiernos de América Latina hacia la sociedad civil cubana. Ello se debió a la parálisis tradicional del centro democrático en la región y al ruido articulado de los populismos. Estos últimos van perdiendo, no obstante, capital político y sobre todo simbólico.

La próxima OEA se presentará más enfocada en los valores que le dieron origen, a juzgar por la visión de Luis Almagro, exministro de Relaciones Exteriores de Uruguay y aspirante a ocupar la silla que todavía calienta el chileno José Miguel Insulza.

El hecho de que el Gobierno de Cuba no esté de oficio en la VII Cumbre de las Américas, sino como invitado, indica que hay un problema serio de articulación regional. Desbordar ese espacio con representantes de la sociedad civil es una mejor estrategia que negarle la asistencia al oficialismo.

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