Días 56 al 58: Nuestro Sputnik funciona con carbón

En los años 80 muchos niños cubanos soñábamos con ser incluidos en alguna tripulación que partía rumbo al espacio

Nuestro ‘Sputnik’ no ganaría ningún concurso de diseño. (14ymedio)
Nuestro ‘Sputnik’ no ganaría ningún concurso de diseño. (14ymedio)
Yoani Sánchez

19 de mayo 2020 - 00:40

La Habana/Desde que se desató la crisis del covid-19 en Cuba, los días y las noches han pasado a tener un cielo más limpio debido a los pocos vehículos que circulan por las calles y al cierre de industrias contaminantes. Con excepción en La Habana, lamentablemente, de la sucia columna de humo que lanza cada día al aire la refinería Ñico López.

Para disfrutar de ese límpido panorama lo mejor es subirse a una azotea. La que queda sobre nuestras cabezas en este bloque de concreto tiene la ventaja de que es amplia, casi no tiene antenas de televisión desde el avance de la señal digital y, además, con sus más de 14 pisos no es apta para quien tiene miedo a las alturas, por lo que es poco visitada. Si se le suman los pájaros que anidan en ella, parece un paraíso que en lugar del manzano tiene un enorme tanque de agua.

En esta azotea, Rei y yo comenzamos nuestro largo camino juntos hace 27 años, por lo que le tenemos un cariño especial a cada esquina, cada teja y hasta al pararrayos que nunca ha funcionado. Pero lo que más nos gusta es la vista que se logra si uno se acuesta bocarriba en el suelo durante una noche sin luna. Después de ver algo así hasta la más decorada capilla y el más exquisito techo parecen poca cosa.

En estos días de tanto estrés derivado de la pandemia, unas largas horas mirando hacia el infinito pueden ayudar a calmar los ánimos más alterados

En estos días de tanto estrés derivado de la pandemia, unas largas horas mirando hacia el infinito pueden ayudar a calmar los ánimos más alterados y renovar algunas esperanzas. Cuando era niña el futuro parecía estar indisolublemente vinculado a las estrellas. Eran los tiempos de la carrera espacial y en Cuba vivíamos rodeados de historias de cosmonautas soviéticos, detalles sobre la Soyuz y constantes alusiones al Sputnik.

En aquel entonces, muchos niños en esta Isla soñábamos con ser incluidos en alguna tripulación que partía rumbo al espacio. Creíamos que, sin duda, íbamos a ser adultos en un mundo de naves supersónicas accesibles para todos y en que las aburridas comidas de cada día serían reemplazadas por un par de píldoras o un tubo de una crema que con tan solo un poco nos daría nutrientes para largas jornadas. Eran los tiempos de soñar…

Ahora, cuando miro hacia atrás, me doy cuenta de que en 1991 cuando se desintegró la URSS también se pulverizaron nuestras quimeras de astronautas. Casi tres décadas después, el espacio se ha llenado de satélites, de naves donde alternan tripulantes de varias nacionalidades y hasta de basura. Las pastillas para alimentarnos y resistir sin necesidad de llenar el plato no llegaron.

Después de tanto tiempo, en mi vida la palabra Sputnik solo significa el nombre de una revista que no sobrevivió al fin del campo socialista, o de la homónima agencia de prensa oficialista que, fundada en la década pasada, ahora repite todo lo que al Kremlin le conviene. Así sería, si no fuera porque un vecino ingenioso nos ha ayudado a fabricar un simpático horno de carbón a partir de la estructura de un antiguo cilindro de gas. Lo hemos apodado, nada más verlo, como aquel satélite lanzado en 1957.

Sputnik tiene algo de aquella tosca presencia de los objetos que poblaban mi ‘sovietizada’ infancia

Sputnik no ganaría ningún concurso de diseño, tampoco está a la altura de los sofisticados grill que se anuncian en los sitios de clasificados, pero tiene algo de aquella tosca presencia de los objetos que poblaban mi sovietizada infancia. Quizás por eso me arrancó una sonrisa nada más verlo terminado, con una de sus parrillas hecha de carcasa de ventilador, una puertecita calada en el propio metal y una chimenea que recuerda a los dibujos animados de lobos, estepas y lágrimas con los que crecimos.

En estos días, a veces el gas para cocinar ha llegado con poca fuerza a nuestra casa. El confinamiento que impone la pandemia hace que las familias estén más horas dentro del hogar y que el fogón se mantenga más tiempo encendido. Pero ahí está el Sputnik para salvarnos. Chirría cuando se abre, echa humo por su pequeña chimenea y despliega por todo el apartamento el olor del carbón quemándose.

Hoy, hemos puesto unos boniatos, un pedazo de pollo del racionamiento y unos pequeños ajíes cachucha en el Sputnik. El resultado no fue como aquellas píldoras extraordinarias que imaginaba cuando niña pero -en fin de cuenta- yo tampoco me convertí en cosmonauta.

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