Día 1: Reconocieron este viernes el "avance silencioso de la enfermedad"

Los mismos que unos días antes hablaban de no crear alarma y de la superioridad del sistema sanitario cubano reconocieron este viernes el "avance silencioso de la enfermedad"

Llevábamos semanas clamando que se cortara el arribo de turistas y que en los medios nacionales se advirtiera de la gravedad de la situación. (EFE)
Llevábamos semanas clamando que se cortara el arribo de turistas y que en los medios nacionales se advirtiera de la gravedad de la situación. (EFE)
Yoani Sánchez

21 de marzo 2020 - 22:06

La Habana/Me levanté antes de que saliera el sol y tomé el café en el balcón, a 14 pisos sobre el suelo. La ciudad todavía estaba silenciosa y oscura. Unas horas antes habían anunciado las medidas para frenar la propagación del coronavirus en la Isla, así que este sábado entramos en un territorio desconocido: cero abrazos, distanciamiento social, fronteras prácticamente cerradas, los hoteles convertidos en zonas de cuarentena y 11 millones de personas reguladas sin poder salir del país.

Llevábamos semanas clamando que se cortara el arribo de turistas y que en los medios nacionales se advirtiera de la gravedad de la situación, pero las voces oficiales prefirieron el triunfalismo y difundieron la idea de que estábamos más que preparados para enfrentar la enfermedad. Ayer, esa arrogancia se hizo pedazos. Los mismos que unos días antes hablaban de no crear alarma y de la superioridad del sistema sanitario cubano reconocieron el "avance silencioso de la enfermedad", el posible "colapso de los sistemas de salud" y la necesidad del aislamiento.

En una hora se pasó de las caricaturas donde una enfermera bateaba al virus lejos de la Isla, a los rostros largos y preocupados de los funcionarios. En mi barrio algo cambió también desde esa tarde, pero todavía a muchos les cuesta creer que estamos enfrentándonos a un peligro que no se ve, que no tiene vientos fuertes como un huracán y que nadie puede ubicar con precisión en un mapa. No obstante, hasta los más descreídos han empezado a tener una mirada ensimismada y a evitar saludarse con besos o apretones de mano.

Desde temprano, la llegada de los huevos y de las papas al mercado racionado generó largas filas y hasta alguna que otra pelea

Desde temprano, la llegada de los huevos y de las papas al mercado racionado generó largas filas y hasta alguna que otra pelea. La cola en los bajos del edificio era todo un muestrario de la envejecida población que vive en la barriada y en toda Cuba: bolsas, canas y bastones. De vez en cuando alguien que tosía provocaba cierto revuelo. Finalmente pude comprar los huevos pero no alcancé papas. "Algo es algo", me dije aunque había tenido la ilusión de hacer un puré para el almuerzo.

Esta mañana ha tocado nuestra puerta un vecino para pedir un poco de agua. Desde hace meses el motor del edificio solo puede ponerse una vez al día porque la cisterna no logra llenarse. En la tarde, cuando comienza el líquido a correr por las tuberías, en los 144 apartamentos de este bloque de concreto modelo yugoslavo se desencadena una carrera contra reloj para almacenar en tanques, cubos y cazuelas. Con los anuncios de este viernes, esa ansiedad se ha multiplicado.

Así que hice también mis reservas de agua y saqué la máquina de coser que lleva años sin usarse. A falta de mascarillas en las farmacias, quiero hacer mi propio kit de protección para cuando la situación se agrave. He encontrado un trozo de tela que puede servirme y también he localizado una botella de alcohol, algunas vitaminas y un termómetro al que se le agotó la batería. Estamos bien, porque otros no tienen ni eso.

Volver a echar a andar la máquina de coser me ha llevado más de una hora. Había olvidado hasta por qué camino debía ir el hilo para llegar a la aguja. Después de varios intentos logré hacer una costura firme sobre la tela. El sonido me relajó unos minutos y me regresó a mi infancia, cuando las emergencias por ciclones eran días para hacer cuentos alrededor de una linterna, comer comida enlatada y no ir a clases.

Mientras enhebro, corto los pedazos que compondrán la mascarilla y le doy al pedal de la máquina, escucho la radio. Transmiten un programa especial sobre el coronavirus en el que todavía alternan el voluntarismo y la inquietud, junto a cierta altanería chovinista en respuesta al desasosiego ante el número de pacientes que han dado positivo y que ya ha llegado a 21, de ellos dos en estado grave.

Los presentadores hacen todo el tiempo alusiones nacionalistas, señalan las fallas que han cometido otros países para frenar los contagios y cantan loas a la "respuesta china"

Los presentadores hacen todo el tiempo alusiones nacionalistas, señalan las fallas que han cometido otros países para frenar los contagios y cantan loas a la "respuesta china" ante la enfermedad. Si se quitan las palabras relacionadas con el Covid-19, parecería que los locutores hablan de alguna batalla ideológica contra el vecino del norte o de la necesidad de sobrecumplir en alguna producción agrícola.

"¡Cebollas!", grita un vendedor en el pasillo y me trae de vuelta a la realidad de mi casa, mi edificio y mi barrio. "¡Aprovecha, ahora!" agrega con un tono entre el comerciante y el sargento. "¡Dale, compra cebollas, que son las últimas!", enfatiza y de golpe siento que la vida tal y como la conocíamos hasta ayer ha terminado.

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