Colombia, tierra fértil para la muerte, llega al cine con un relato desgarrador

'El olvido que seremos' es una adaptación del libro de Héctor Abad Faciolince sobre el asesinato de su padre

Fotograma de 'El olvido que seremos', con el actor español Javier Cámara en el papel de Héctor Abad Gómez. (BTeam Pictures)
Fotograma de 'El olvido que seremos', con el actor español Javier Cámara en el papel de Héctor Abad Gómez. (BTeam Pictures)
Rosa Pascual

23 de mayo 2021 - 12:50

Madrid/Érase una vez, en un país en el que la vida no valía nada, un médico que creía que todo ser humano necesitaba las cinco "aes": aire, agua, abrigo, alimento y afecto. A que ninguna de ellas le faltara a su familia y sus vecinos, sobre todo los más desfavorecidos, dedicó toda su vida hasta que se la arrebataron. Así que el hijo más pequeño decidió que, cuando el dolor se lo permitiera, haría inmortal la historia de su padre-héroe para contradecir el poema que, a modo de epitafio, llevaba el muerto en su bolsillo: "Ya somos el olvido que seremos...".

El colombiano Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) tardó 19 años en poder poner por escrito las memorias de la vida y muerte de su padre, el epidemiólogo Héctor Abad Gómez, asesinado por paramilitares en 1987, cuando era presidente del Comité de Derechos Humanos de Antioquia y pocos días después de postularse como precandidato a alcalde con la vida por ideología. "Los conservadores me tachan de marxista, a mí que nunca leí a Marx, y los marxistas me tachan de conservador, a mí que siempre he perseguido la libertad. ¿Y saben lo que soy? Simplemente un médico, y por eso estoy del lado de la vida", dijo en un encuentro con la prensa.

Este mayo, 15 años después de publicarse la novela, ha visto la luz El olvido que seremos, la película basada en el libro homónimo. La cinta colombiana, aunque firmada por el español Fernando Trueba (Madrid, 1955), logró hacerse un hueco en los prestigiosos festivales de Cannes y San Sebastián en 2020, ha sido candidata colombiana a los Oscar y ha ganado el Goya a mejor película latinoamericana este 2021.

Trueba ha sacado adelante con nota la imposible tarea de llevar a la pantalla el que probablemente sea ya el libro latinoamericano más querido en el mundo en lo que va de siglo

Trueba ha sacado adelante con nota la imposible tarea de llevar a la pantalla el que probablemente sea ya el libro latinoamericano más querido en el mundo en lo que va de siglo. El cineasta conoció El olvido que seremos a través de un artículo en el que Mario Vargas Llosa decía que con él había tenido la más apasionante experiencia como lector de los últimos años. Lo leyó, se enamoró del texto, lo regaló a sus seres queridos -incluso en distintos idiomas- y, cuando le propusieron ponerlo en imágenes, se negó por considerar imposible transmitir la emoción con que Abad Faciolince evoca la figura paterna, su infancia en una gran familia feliz y su dolorosa juventud en un país arrasado por la violencia.

Por suerte, cambió de opinión y encargó la adaptación del libro a su hermano David (escritor, director y guionista, entre otros del documental nominado al Oscar Balseros). El resultado es una asombrosa pieza de orfebrería en la que ha logrado condensar sin grandes ausencias cada recuerdo de la luminosa y trágica narración de Abad Faciolince.

El olvido que seremos se sostiene sobre los dos mismos pilares que la vida y, si acaso, la literatura universal: el amor ("yo amaba a mi papá con un amor animal"); y la muerte, primero la de su hermana Marta, víctima de un cáncer en plena adolescencia, y después la de su padre, absurda consecuencia de su compromiso con los derechos humanos.

Esa dualidad, que nace del texto, la marca formalmente Trueba a través de un color renoiriano, para la infancia feliz, y el blanco y negro, para una edad adulta más tenebrosa.

Los años 60 fueron, en casa de los Abad Faciolince, una Arcadia que en el filme recuerda, en cuerpo y alma, a Belle Époque, la cinta con la que Fernando Trueba se alzó con un Oscar en 1994. El pequeño Héctor vive en una familia unida, rodeado del bullicio de sus cinco hermanas cariñosas y cantarinas, con una madre tan conservadora como moderna -creadora de su propio negocio, por necesidad y por independencia-, y consentido por su padre, un hombre bueno empeñado en formar a sus hijos a base de besos ("la vida ya da suficientes palos", decía el buen doctor). A ese coro hay que añadir los viajes a la hacienda de los primos de Cartagena, el doctor Saunders (un americano amigo de su padre con el que creó un programa de salud llamado Future For the Children) y las incursiones por los barrios más humildes, aprendiendo a identificar la injusticia y la desigualdad.

En esa infancia quedan grabadas en Héctor las grandes inquietudes (ahora tan actuales) del padre como médico y profesor: la importancia de lavarse las manos, el agua potable salva vidas, el hambre infantil predetermina la desigualdad, las vacunas como bien nacional... Su preocupación por la Salud Pública y los desfavorecidos les trajeron el primer disgusto. Al padre y al hijo. Los conservadores lo expulsaron de la universidad por considerar sus ideas comunistas, provocando la primera separación familiar al pasar el doctor a ser consultor de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en distintos y distantes países, una lejanía que intentaban paliar intercambiando cintas grabadas a modo de diario.

Abad Gómez apareció en una lista de amenazados en cuanto anunció su candidatura por el Partido Liberal y fue tiroteado apenas 24 horas después

Cuando Abad pudo regresar a su cátedra, los marxistas, que dominaban ya la universidad, lo acusaron de reaccionario y facho por denunciar la violencia y repudiar a las FARC. Pero la tragedia que partió en dos la historia de la casa estaba a punto de llegar. La muerte de Marta, agónica y desgarradora en el libro, es uno de los momentos más logrados en un filme que, llegado el primer pico dramático, opta por la sobriedad en un plano en el que la hija, ya muy débil, sostiene en brazos a su recién nacido sobrino, una cita entre la vida y la muerte a la que Javier Cámara (excepcional interpretación del actor español, que clava incluso físicamente a su personaje) asiste de espaldas, entre calladas y dignas lágrimas.

La vida, la propia, empezó a importar menos al doctor Abad desde entonces y, progresivamente, con los hijos ya fuera del nido y su jubilación forzosa por un nuevo giro político en la universidad, se dedicó, cada vez con más intensidad, a dos cosas: la defensa de los derechos humanos y las rosas de su jardín. En el Medellín de los 80, desangrado por el narco, las guerrillas y los paramilitares, la práctica de lo primero no solía salir gratis. Abad Gómez apareció en una lista de amenazados en cuanto anunció su candidatura por el Partido Liberal y fue tiroteado apenas 24 horas después.

Trueba sigue los pasos del escritor, que relata con precisión la reconstrucción que cada miembro de su familia hizo del devastador momento en que conocieron la muerte del patriarca, aunque con distintos resultados. La música (uno de los defectos de la película) realza innecesariamente el dramatismo de una escena que en el libro, por su tono casi notarial, es de una dureza lacerante.

"¿Para qué? Para nada; o para lo más simple y esencial: para que se sepa. Para alargar su recuerdo un poco más, antes de que llegue el olvido definitivo"

Abad Faciolince dice ser consciente de que escribir este libro no serviría para recuperar lo perdido, ni mucho menos para dar al asesinato venganza, un sentimiento que su padre nunca le enseñó, y de que su caso no es sino el de uno más entre los miles de asesinados en una tierra "fértil para la muerte". Pero lo hace para "declarar la injusticia" a través de la palabra como arma. "¿Para qué? Para nada; o para lo más simple y esencial: para que se sepa. Para alargar su recuerdo un poco más, antes de que llegue el olvido definitivo".

Aunque el libro da, llegados a este punto, una pequeña tregua al lector para recomponerse mediante el relato del exilio –por miedo– del joven Héctor, la película es inclemente, y va directamente del grito de incomprensión de Cecilia Faciolince ("¿Pero cómo se puede matar a alguien tan bueno?") a la morgue en la que el hijo encuentra en la ropa ensangrentada de su padre el poema que da título a la obra y que hoy luce en la desvencijada lápida de Héctor Abad Gómez.

El último capítulo (El olvido) pilla al lector recuperado del torbellino emocional en que quedó veinte páginas atrás para darle la última estocada. "Si mis recuerdos entran en armonía con algunos de ustedes, y si lo que yo he sentido y dejaré de sentir es comprensible e identificable con algo que ustedes también sienten o han sentido, entonces ese olvido puede postergarse por un instante más, en el fugaz reverberar de sus neuronas, gracias a los ojos, pocos o muchos, que alguna vez se detengan en estas letras".

Héctor Abad Faciolince, que como no dejó de llorar mientras escribía tampoco podía hacerlo cuando asistía al rodaje, está feliz. Dice que el cine llega a más gente que los libros y que ahora, más que nunca, su padre es eterno.

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