Escasez, esa palabra que recuerdo con dolor

Las estanterías de los supermercados en Managua ya no muestran la escasez de hace 30 años. (Brian Johnson & Dane Kantner/Flickr)
Las estanterías de los supermercados en Managua ya no muestran la escasez de hace 30 años. (Brian Johnson & Dane Kantner/Flickr)
Julio Blanco C.

22 de mayo 2015 - 12:42

Managua/Hace unos días abrió sus puertas un nuevo supermercado a unas pocas cuadras de mi casa, en Managua. Al final de la tarde decidí ir a buscar algunas cosas, a pesar de que me había propuesto no hacerlo, al menos el día de la inauguración. No soy muy amigo de la música estridente ni de las multitudes, menos aún en situaciones como esta, cuando todo el mundo procura sacar el máximo provecho de las ofertas y promociones del día de apertura.

Pero en fin, ya estaba allí. Me sorprendió su tamaño –este es de los que llaman grandes superficies. Está muy bonito, pensé, pero no vine a hacer turismo, así que apuré el paso para coger dos o tres cosas y salir de allí cuanto antes, pero al llegar al estante de la leche me encontré con un pequeño dilema, y es que no sabía cuál llevar. Sólo marcas nacionales hay al menos media docena, y otras tantas importadas. El precio es muy similar en todas pero las hay blancas –por supuesto– con diferente contenido de grasa, pero también hay de sabores: fresa, banano, chocolate, etcétera.

Estando allí, de pronto me asaltó un recuerdo de casi 30 años atrás. Fue en otro supermercado, en el verano de 1987. Mi madre y yo hacíamos una fila interminable bajo un sol de justicia, porque se había corrido la voz de que en ese lugar había llegado la tan deseada leche. Había cierta incredulidad entre los cientos de personas que aguardábamos afuera a que llegara nuestro turno.

¡Leche! Hacía años que había desaparecido de nuestra mesa. Los primeros afortunados empezaron a salir con tres o cuatro litros cada uno

¡Leche! Es algo casi maravilloso. Hacía años que había desaparecido de nuestra mesa. Pero era verdad. Los primeros afortunados empezaron a salir con tres o cuatro litros cada uno. Los de afuera nos llenamos de esperanza y de temor a partes iguales: es cierto que hay, pero y si se acaba antes de que llegue nuestro turno... Los segundos parecían ser eternos.

Pero, ¿cómo fue que llegamos a este punto? ¿Cómo es que un país de vocación ganadera como el nuestro se encontraba en semejante situación de miseria, si además veníamos del que había sido el mayor periodo de crecimiento económico de nuestra historia?

Ahora, hasta era necesario resellar los billetes con una nueva denominación debido a que la hiperinflación galopante los hacía obsoletos en cuestión de días. La devaluación del córdoba de aquellos años tiene un triste sitial de honor en los manuales de economía, porque llegó a depreciarse nada menos que un 33 mil % al año.

No era pues gratuito que nuestros vecinos los ticos (costarricenses), con mucha sorna y un poco más de imaginación, nos bautizaran como los tritufos, dada la imposibilidad de conseguir desodorante, dentífrico y papel higiénico, entre muchas otras cosas, que nos eran prácticamente desconocidas.

En efecto, algo no cuadraba. La propaganda sandinista nos bombardeaba cada día con la cantaleta de que ellos, los muchachos revolucionarios (como se hacían llamar en la época insurreccional), habían recibido un país en ruinas... Pero nada de aquello era cierto.

Las cifras del Banco Mundial dicen otra cosa. Desde finales de los cincuenta hasta 1977 y gracias principalmente al cultivo del algodón, la economía de Nicaragua experimentó el mayor ritmo de crecimiento de su historia, con un promedio anual de 6.2%, casi como un tigre del sudeste asiático.

Los pupilos de Fidel Castro habían mandado a parar. Las nacionalizaciones forzosas, la colectivización de la tierra, las confiscaciones masivas y otras calamidades habían arruinado a Nicaragua

Pero todo eso estaba ya tristemente en el pasado; ahora (en los ochenta) la realidad era muy distinta. Los pupilos de Fidel Castro, al igual que él, habían mandado a parar. Las nacionalizaciones forzosas, la colectivización de la tierra, las confiscaciones masivas y un largo etcétera de calamidades impuestas desde el poder habían arruinado completamente la economía de un país, que sin ser rico ni desarrollado estaba bastante bien encaminado para llegar a serlo.

Finalmente llegó nuestro turno de entrar al supermercado. El panorama era desolador, puesto que no había casi nada en las góndolas, pero lo peor aún estaba por venir: una empleada del lugar, con una mezcla de cinismo e indolencia, nos dijo que si era leche lo que estábamos buscando, habíamos perdido el viaje, porque ya se había acabado. Nunca voy a olvidar la leve sonrisa de Mona Lisa de aquella malvada mujer, que se solazaba en dar tan nefasta noticia.

Es difícil describir el sentimiento de rabia e impotencia que se experimenta en momentos como ese. Mi madre, siempre sabia y dueña de una entereza a prueba de balas, trató de calmarme, pero yo simplemente no lo podía soportar.

A la mañana siguiente –como todos los días–, tendría que cantar a voz en cuello el himno del partido, justo antes de entrar a clases. Tenía aquel bodrio una estrofa especialmente lacerante en aquellos momentos de racionamiento y extrema escasez: "... mañana algún día surgirá un nuevo sol que habrá de iluminar toda la tierra, que nos legaron los mártires y héroes con caudalosos ríos de leche y miel".

Gracias a Dios, reflexioné, la pesadilla terminó, mientras me acercaba a la caja a pagar la leche que había sido el detonante de aquellos recuerdos tan dolorosos. ¿Pero, realmente terminó?

Lo entregamos todo en manos de un grupo de sociópatas y desadaptados, que nos prometieron el paraíso en la tierra a cambio de renunciar a todas y cada una de nuestras libertades

De camino a casa no podía evitar pensar, que aunque han pasado ya 25 largos años desde el final de aquella absurda pesadilla, aún estamos lejos de recuperar el nivel de vida que teníamos cuando lo entregamos todo en manos de un grupo de sociópatas y desadaptados, que nos prometieron el paraíso en la tierra a cambio de renunciar a todas y cada una de nuestras libertades. Nunca lo dijeron, pero eso fue lo que finalmente ocurrió.

A mediados de los setenta, el salario promedio de un maestro de secundaria estaba ligeramente por encima de los 400 dólares mensuales. Cuarenta años después, cada sacrificado profesor apenas si logra arañar los 230 dólares al mes. Aún pagaremos por mucho tiempo las consecuencias de aquellos años de locura revolucionaria.

Es verdad que Ortega a pesar de mantener intacto su discurso de izquierda radical, en la práctica volvió al poder reconvertido en un consumado capitalista que guarda estupendas relaciones con la cúpula empresarial, pero me asaltan los temores cuando pienso que todo puede volver atrás de un momento a otro, por aquello de que la cabra siempre tira al monte.

El reflejo dictatorial no ha disminuido ni un ápice y cada cierto tiempo se manifiesta nítidamente, como este recién pasado viernes santo, cuando mandó demoler un hotel que era propiedad de un empresario que ha mostrado públicamente su apoyo a las marchas de los campesinos contra la construcción de un canal interoceánico.

A la mañana siguiente la leche me supo amarga. No podía dejar de pensar en los millones de venezolanos que ahora mismo están pasando por esa agonía, y cómo no, en los millones de cubanos que llevan décadas padeciendo las "bondades" del comunismo y que añoran el regreso de un país próspero, que fue vanguardia de Latinoamérica.

Sinceramente espero que mi dificultad a la hora de la compra sea siempre igual de irrelevante: ¿y ahora qué marca llevo? Porque no quisiera nunca más que las cosas más rutinarias de la vida vuelvan a ser tan trágicas y tristes, como lo fueron en mi primera adolescencia.

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