Honrada, profesional, mulata y cuarentona

José Prats Sariol

04 de febrero 2015 - 06:50

La Habana/El fin del castrismo –tan inexorable como el cambio climático– invita a fantasear sobre quién debe gobernar Cuba. Pensar en ello nutre el optimismo.

¿Cuáles son los requisitos que debe reunir a quien dirija el país después de la Constitución democrática aprobada en plebiscito? Esbozo un punto de vista sobre el presidente ideal para invitar al diálogo imaginativo pero crítico; ilusorio pero realista en 2015 cuando muy por encima de las mesas de conversaciones –el discurso de Raúl Castro en Costa Rica fue para los viudos del 68– el régimen transige por amor a su sobrevivencia –pregúntenle a Alejandro Castro Espín–; cede ante su miedo a conspiraciones, subversiones o Internet.

El género en el título abre la apuesta: mujer. Reciclo aquí un viejo anhelo. Cuba debe sumarse a Chile, Israel, India, Brasil, Alemania, Costa Rica y elegir a una mujer para dirigir su primer Gobierno democrático en más de medio siglo. La presidenta enfrentaría los formidables retos de un país con por lo menos 5 millones de ciudadanos en la indigencia –por debajo del índice de pobreza–, uno de los "hermosos" aportes "revolucionarios" a los 71 millones de personas que sufren hambre en América Latina, y con el pico de pichón abierto a la costumbre del invento, el escape, el donativo extranjero...

Mujer ni machista ni feminista ni zambullida en lucha de géneros. En la inteligencia de que suelen ser más flexibles y previsoras, familiares y ahorrativas; más conocedoras de matices afectivos. Dinámicas ante imprevistos y desastres, sagaces –también más astutas– al decidir...

¿Qué admiró su pueblo en Margaret Thatcher? Algo de ella tendrá la presidenta cubana, aunque se exija que gobierne mucho menos de los once años que la conservadora británica estuvo en el 10 de Downing Street, sencilla casa para el primer ministro en una de las mejores democracias parlamentarias del planeta.

La presidenta cubana estará tan en contra del autoritarismo estatal como la Thatcher, con la consiguiente libertad plena para los negocios y con bajos impuestos que fomenten inversiones y acumulación de capital; que aumenten las privatizaciones para evitar subvenciones innecesarias, parasitismos y excesos de contrataciones por el Estado.

Deberá aspirar a su eficacia, imitar su maestría en seleccionar y oír a los especialistas en cada campo, con independencia de las ideas políticas. Imitará su conocida frugalidad: no gravar el presupuesto con gastos de representación, como vestirse en una casa de modas holandesa; recepciones en el otrora Palacio de la Revolución; viajes con séquito y pisos completos en hoteles cinco estrellas; personal auxiliar, escoltas excesivas, cotos de caza en Pinar del Río, casas de campo o de mar, como la isla al oeste de la Ciénaga de Zapata; flotilla de autos de lujo...

Una presidenta honrada significa no entrar en ninguna de las tantas formas de corrupción y no excederse en hipocresías, abundantes en casi todos los gobernantes del planeta

Una presidenta honrada significa no entrar en ninguna de las tantas formas de corrupción, muy usuales en la casta política de América Latina; y no excederse en hipocresías (silencios, eufemismos, digresiones, demagogias...), abundantes en casi todos los gobernantes del planeta.

¿Profesional? Aunque algo se explica en imitar a la Dama de Hierro británica, la presidenta caribeña tendrá que haberse destacado en sus estudios universitarios, no haber sido una estudiante más. Con independencia de la especialidad, porque su profesionalismo –y el cociente de inteligencia– se mide por destrezas y habilidades. Y claro que se trata de un profesionalismo que se burla de dueños de la verdad, teleologías, despotismos y demás signos de la mediocridad ejecutiva que padecemos los cubanos en la cúpula gobernante, hasta en los caciques de municipios, fábricas, canales de televisión, diarios, embajadas, universidades...

Mulata –aunque Batista lo fue– porque hoy más que nunca el mestizaje caracteriza nuestra nacionalidad caribeña, sincrética y diversa, sin las falsas simbiosis que algunos demagogos enuncian. La demografía –y el racismo, no tan solapado— sugiere una morena, de ser posible con los encantos que simboliza en nuestra literatura Cecilia Valdés. Ni blanca ni negra: cuarterona, cobriza, mulata de oro, como le cantara Nicolás Guillén.

Que haya nacido en 1975, es decir, que ronde los cuarenta años, en los alrededores de la juventud y la madurez, porque su cabeza debe estar libre de fardos históricos y épica tremendista –o tercermundista–, de hipotecas rencorosas y comparaciones justificativas del desastre, de los escombros. También por la energía que necesitará, junto a la muchísima paciencia que cualifique su pragmatismo sin rémoras ideológicas, sin prejuicios nacionalistas ni complejos isleños.

Por supuesto, vive en Cuba, no en el exilio. Sabe reír, hasta de ella misma ante el espejo. No oculta su vida privada, hasta unos dolores de barriga porque se siente ser humano, no general de cuatro estrellas blindadas.

Y añado una última característica –por prudencia no la llamo cualidad— muy polémica: no milita en ninguna organización política hasta el momento en que se postula, cuando tal vez su independencia tenga que condicionarla a agrupaciones y partidos, formar coaliciones ante un poder legislativo independiente, lejano del foro de focas amaestradas que aún nos avergüenza.

Honrada, profesional, mulata y cuarentona... La mesa no cojea. Lanzo el aviso. Ruego buscarla porque existe. No sea escéptico.

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