Él canta boleros

Los boleros de mi amigo el sonero, los libros, incluso el arroz congrí y el idioma, son lo único que traemos al exilio. ¿Qué más puede llevar uno consigo?

No me engaña: pasa de Compay Segundo a Matamoros, de Celia Cruz a Manzanero, del son a la rumba suave. Jamás falla. (EFE/La Trinchera Comunicación/Susan Titelman)
No me engaña: pasa de Compay Segundo a Matamoros, de Celia Cruz a Manzanero, del son a la rumba suave. Jamás falla. (EFE/La Trinchera Comunicación/Susan Titelman)
Xavier Carbonell

09 de mayo 2022 - 09:04

Salamanca/Él canta boleros. Ella lo escucha. Mientras dura la canción ambos regresan a La Habana –el mar, el malecón, la noche– y alargan la melodía, para que no se acabe. Ella se levanta y cierra la ventana. Ahora viven en una ciudad fría. Generosa y acogedora, pero fría, muy distinta del trópico y de esa otra ciudad de la que habla el bolero.

Se fueron hace ocho años. Yo, apenas cinco meses.

Ausencia quiere decir olvido. El bolero –o el son– tiene siempre una frase que se vuelve refrán, mantra, sabiduría de viejos. Pero nada más lejos: el que se ausenta recuerda todavía más lo que dejó, la memoria se afina de un modo implacable, como una guitarra.

Él –para qué decir su nombre– es un sonero clásico, canónico. Nos entendemos a través de la música. Mulato fino, al cabo de setenta años sigue siendo un tipo elegante, y no me cuesta imaginarlo de traje, bien peinado, camino al Monseñor (el mismo bar restaurante donde tocaba Bola de Nieve). Es lo suficientemente viejo como para recordar al Benny y saberse todas las canciones de Miguelito Cuní.

"Madero de nave que naufragó, piedra rodando sobre sí misma, alma doliente vagando a solas; de playas, olas, así soy yo"

Detengo un momento la escritura. La mención a Cuní me hace buscar su tema de siempre, Convergencia: "Madero de nave que naufragó, piedra rodando sobre sí misma, alma doliente vagando a solas; de playas, olas, así soy yo". Luego la trompeta, rasposa y elegante. Hay una versión con Pablo Milanés, pero yo prefiero esta.

Mi amigo, el sonero, ejecuta el bolero de Cuní en varias escalas. Su voz –dulzona, tranquila– no le tiene miedo a los vecinos ni al frío, que ahora le entumece los dedos. Ha perdido un poco la visión y eso lo convierte en memoria pura. "Me sé más de mil temas", dice con orgullo criollo. No me engaña: pasa de Compay Segundo a Matamoros, de Celia Cruz a Manzanero, del son a la rumba suave. Jamás falla.

Sé que, mientras canta, escucha a muchos fantasmas que lo acompañan al piano, con un par de maracas, bongós, trompetas y saxofones, y me pide que marque la clave cubana sobre la madera de la mesa. Así –terciados por una botella de Bacardí– nos quedamos una noche, descargando, hasta la madrugada.

Había que verlo cuando le enseñé PM, el cortometraje de 1961 que le costó la vida y el futuro a Cabrera Infante y compañía. Esa gente no estaba haciendo nada –dice, cuando le explico lo que sucedió con la película–, no sé por qué se armó tanto lío. Entonces se pone a recordar cómo todo se fue cerrando –clubes, cabarés, restaurantes–, cómo se amargaron las cosas. "Hubo gente que se me atravesó y me hizo la vida imposible. Pero yo seguí cantando".

Lograron irse, él y su mujer, ya con seis décadas en las costillas y un país extraño por delante. "Aterrizamos en un refugio con marroquíes, rumanos, peruanos, bolivianos, gente de todos lados. A las diez había toque de queda y la comida no me gustaba. No es lo mismo enfrentarse a esto de muchacho, cuando uno tiene fuerza".

Hay pocas cosas comparables a la voluntad cubana de sobrevivir. Ella cuida a varios ancianos; él enseña guitarra a los niños de una iglesia salmantina

Salieron adelante, por supuesto. Hay pocas cosas comparables a la voluntad cubana de sobrevivir. Ella cuida a varios ancianos; él enseña guitarra a los niños de una iglesia salmantina. Los niños españoles practican las mismas canciones isleñas que mis abuelos me enseñaron –la caña baila, baila en el viento–; las repiten como un ensalmo, mientras afinan las cuerdas. Mi amigo, el sonero, espera a que su familia pueda salir de Cuba.

Cuando conseguí apartamento –gracias a ellos, por cierto–, comencé a abrir las cajas de libros que traje de la isla. No traje mucho más, apenas unos recuerdos y dos o tres mudas de ropa. Pero sin los libros yo no era nada. Tan solo un madero de nave que naufragó. Una ausencia que puede ceder al olvido. Mi mujer y yo los acomodamos en una estantería y la casa empezó a ser menos ajena.

Los boleros de mi amigo el sonero, los libros, incluso el arroz congrí y el idioma, son lo único que traemos al exilio. ¿Qué más puede llevar uno consigo? Pero esa memoria es tan poderosa que nos alimenta y abriga. Por eso el encuentro entre dos cubanos, aunque uno sea viejo y el otro haya estrenado su desarraigo, es un evento explosivo y musical.

Todos los exiliados somos tristes tigres, como diría Cabrera Infante. Hacemos una pequeña isla de palabras en cualquier rincón. Somos de la loma y cantamos en el llano.

Mientras esta página se apaga, como en un tocadiscos, pienso que tengo que hacerle una visita a mi amigo. Cantar con él, convencerlo de que me acompañe a fumar, aunque sea un par de cachadas. Recobrar, por la convergencia de un bolero y un puro, la isla que solo existe en los recuerdos.

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