Encerrado en el Carnaval... ¿de las Flores?

¿Esto es cubanía?", me preguntaba desde el portal de mi casa, ante el tremendo espectáculo

Sonido (14ymedio)
Sonido (Francis Sánchez)
Francis Sánchez

23 de mayo 2014 - 16:22

Ciego de Ávila/Una explosión de alegría, el Carnaval de Las Flores que se celebró por 43 días (a partir del 9 de abril de 1955), es una proeza afincada en la memoria de la ciudad de Ciego de Ávila, motivo de orgullo: se recuerda como el más largo de Cuba y el de mayor participación. Cuando el esparcimiento estaba en pleno desarrollo, en periódicos de Estados Unidos publicaron la noticia de que un pueblito del Caribe se había vuelto loco. La ciudad rebasaba apenas unos 50 000 habitantes y se adornaron 78 cuadras —por iniciativa de los mismos vecinos—, desfilaron 9 comparsas y 22 carrozas de firmas comerciales, sociedades e instituciones locales. El desbordante jolgorio volvería a repetirse al siguiente año, con similar derroche de creatividad.

Pero no me propongo hacer arqueología, volver a contar una historia que está bien documentada por fotos y videos de la época, formando parte de las verdades y leyendas que contrastan desde el pasado sobre el presente, en una ciudad que era, entonces, tan joven como la misma experiencia republicana de Cuba, igual de pujante, imperfecta, cosmopolita y llena de fantasías.

Quiero llegar al punto en que digo que tengo la «suerte» de vivir actualmente en una de las calles de esta misma ciudad escogidas para transformarse por varios días en lo que se llama «un área de carnaval», año tras año en el mes de mayo. Por tal motivo, comparto algo más que la incomodidad de los ciudadanos de este lugar al ver que a este suceso se atrevan a identificarlo con tan evocativo nombre: «Carnaval de las flores», como si de una tradición aún viva se tratase, como si el tallo de aquel antiguo esplendor cultural no estuviera ahora cortado o arrancado de raíz.

Lo que vivo en medio del presente evento, es un perfecto horror, sin forma ni contenido. «¿Esto es cubanía?», me preguntaba desde el portal de mi casa, ante el tremendo espectáculo, «¿debo sentirme orgulloso de semejante cosa?» Tengo amigos que evitan salir al actual «carnaval» y toman precauciones para que sus hijos tampoco lo hagan, pero yo no puedo hacer lo mismo, estoy adentro.

Lo que vivo en medio del presente evento, es un perfecto horror, sin forma ni contenido

No me propongo descubrir un gran descosido social, para calificar o descalificar una forma de organización ineficiente, porque ya lo han hecho periodistas e historiadores. Lo hizo, por ejemplo, el historiador Adrián García Lebroc en la revista Videncia, de Ciego de Ávila ("Carnaval ¿de las flores?", 2007):.

Resulta impropio, es caricaturesco, designar hoy a estas fiestas con el nombre de «Carnaval de las Flores». Los móviles que condujeron a su realización original, así como sus características de evento cultural masivo, distaban mucho de estas fiestas populares actuales, donde los intereses económicos priman sobre cualquier iniciativa popular o no institucionalizada. [..] los avileños, cada vez más pesimistas, siguen esperando, año tras año, la reedición de uno de sus grandes orgullos citadinos, aquellos famosos carnavales, los auténticos: «Los de las Flores».

El tema del fracaso de la estatalización de nuestra fiesta, año tras año, es recurrente entre los avileños, llámense investigadores o simples ciudadanos, algo que parece más significativo por el contraste histórico, a partir de lo impropio que resulta usurpar un viejo nombre después que fueron abolidas las condiciones que antaño permitían que el pueblo fuese el sujeto dispensador de sus propias novedades, y no un cliente obligado de un estado aparentemente paternalista. Las causas sociales, políticas en definitiva, también han estado siempre a la vista de todos, como lo señala García Lebroc en su artículo:

¿Causas de este deterioro? Una fiesta enteramente surgida y desarrollada por un «Comité Organizador» espontáneo, no profesional, ha pasado a ser institucionalizada, es decir, la población, de sujeto creador y dueño de su fiesta más grande, ha pasado a receptora pasiva, sin participación ninguna en las decisiones que se toman al respecto. Así las iniciativas se han visto reducidas a lo que puede generar un grupo de organismos que tiene como tarea única la venta de cervezas, comidas, o el desarrollo de una u otra comparsa o carroza.

Hoy no se adornan cuadras. Hoy se cierran algunas calles para, en esas zonas urbanas sacrificadas, cometer cualquier cantidad de experimentos contra la vista, el oído, el olfato... Cada organismo del estado levanta su timbiriche ocasional, se amontonan, a cual más feo, aunque todos vendan más o menos lo mismo, que en definitiva los abastece la misma empresa mayorista estatal.

A derecha e izquierda montan bocinas, bafles, y compiten por romper la meta de decibeles, creándose una tromba de ruido en que apenas puede distinguirse una palabra o una nota musical. Quizás cada cual cumple su compromiso laboral y punto. El espacio libre es mínimo, apenas el imprescindible para caminar, incluyendo el paso sobre césped, bancos, etc., cruzar de largo bajo el sol que chirría como las frituras al aire.

Una tromba de ruido en que apenas puede distinguirse una palabra o una nota musical

Carretas blindadas, que contienen termos, con apenas pequeños huecos por donde se meten y sacan pomos con un líquido de color dudoso, dan la impresión más sólida dentro del conjunto: seriamente, parecen fortalezas rodantes, salidas del Medioevo para poner sitio a una ciudad. Por las esquinas corre el orine mezclado con el agua de los hielos que arrastran y parten a martillazos.

¿Y lo triste? Lo triste es que estas «fiestas», resultado de una rutina social incapaz de producir nada mejor ni más digno, encuentran su público o lo han fabricado a fuerza de estandarizar la vulgaridad. Son clientes que salen en busca de algo que pase donde normalmente no pasa nada. Quieren, en buen cubano, «despeinarse» un rato. Es un público de vidas rebajadas a golpes. La mayoría van de un lado a otro como zombies, miran los altos precios con desconfianza, se contonean al son del ruido y las groserías. Si no atiendes bien, no sabes si se están fajando. A veces alguien empuña un machete y sales de dudas. Y quizás mañana no falte algún teórico que pretenda hacernos ver, a través de estas malformaciones o impotencias, el brote libre o inevitable de la identidad popular.

Otro «carnaval de las flores» ha concluído el domingo 11 de mayo en Ciego de Ávila. Duró menos de una semana y deja —dicen— otra estela de reyertas y heridos. La avenida donde vivo queda abierta al tráfico. Muchos vecinos empiezan a librarse de desechos mientras desmontan sus improvisadas protecciones contra asaltos de borrachos o tiradas de residuos: es el momento en que casi puede tocarse el silencio. Aunque no todo ha sido arrollado, siempre hay quien aprovechó y recogió tablas, clavos y cartones para arreglar su casita o ganarse unos pesos.

Los árboles florecidos, sobrevivientes de indiscriminados desguaces por parte de los obreros de la planta eléctrica, eran y siguen siendo lo más hermoso de esta avenida, aunque nadie reparó en ellos ni les hizo honor. Y sólo ahora pueden volver a verse bien, desde el tronco a las ramas, después que ha sido desarmada y retirada toda la carga material y humana que otra vez no logró igualar, ni acercarse siquiera a la espontaneidad y belleza de sus flores, las que quedan.

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