La ceguera de Michelle Bachelet

La presidenta chilena es una cómoda compañera de ruta para las autoridades de la Isla, porque nunca les ha hecho críticas públicas ni reclamos democráticos

Michelle Bachelet, la presidenta de Chile, tiene un viejo compromiso sentimental con el castrismo. (EFE)
Michelle Bachelet, la presidenta de Chile, tiene un viejo compromiso sentimental con el castrismo. (EFE)
Yoani Sánchez

07 de enero 2018 - 21:43

La Habana/Hace nueve años Michelle Bachelet se encontró con Fidel Castro en medio de su convalecencia. La mandataria chilena salió de aquella cita afirmando que había visto al expresidente ágil y “manejando mucha información”. Sus palabras fueron utilizadas por la Plaza de la Revolución para propagar una mentira: que el Comandante en Jefe gozaba de buena salud.

Este enero, una nueva visita de Bachelet puede prestarse para difundir otra falacia: que el Gobierno de Raúl Castro cuenta todavía con numerosos aliados en la región más allá de sus incondicionales Nicolás Maduro, Daniel Ortega y Evo Morales, cuando en realidad el círculo de camaradas en América Latina se muestra muy reducido, como nunca antes en la última década.

La líder chilena ha llegado este domingo a Cuba para cerrar un ciclo de fidelidad que tiene más de apego emocional que de pragmatismo político

A pocas semanas de entregar la banda presidencial a Sebastián Piñera, la líder chilena ha llegado este domingo a Cuba para cerrar un ciclo de fidelidad que tiene más de apego emocional que de pragmatismo político. Su cercanía a La Habana está marcada por una nostalgia ideológica que le nubla la vista para reconocer la falta de derechos que marca la vida de los cubanos.

Bachelet es una cómoda compañera de ruta para las autoridades de la Isla, porque nunca les ha hecho críticas públicas ni reclamos democráticos. Uno de los pocos exabruptos ocurridos entre ambos Gobiernos lo ocasionó Fidel Castro, cuando tras la visita de la presidenta en 2009 abogó por una salida al mar de Bolivia y la chilena manifestó su molestia por aquellas declaraciones.

En cada uno de sus dos mandatos Bachelet evitó mostrar simpatías por la causa de los disidentes cubanos y declinó cualquier contacto con los innumerables activistas isleños que visitaron su país en los últimos años. De su boca jamás brotó una condena contra la represión política que ejecuta sistemáticamente Raúl Castro, ni siquiera cuando las víctimas han sido mujeres.

En su caso, la ceguera y el silencio ante la falta de libertades en Cuba no son derivadas del desconocimiento. La prensa chilena y los innumerables emigrados de la Isla en el país austral le han hecho saber que sus aliados de La Habana se han mantenido casi seis décadas en el poder a fuerza de prohibir otros partidos, reprimir opositores y empujar al exilio a sus críticos.

La mandataria, que hace unas semanas llamó a su adversario político para felicitarlo por haber ganado en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, sabe que la falta de alternancia en el poder enferma las sociedades, empobrece las soluciones a los problemas de cualquier país y enquista a un grupo en la cúpula, que termina por suplantar el nombre y la voluntad de la nación.

Con su historial personal, que incluye la muerte de su padre en prisión, la clandestinidad y el exilio, es difícil entender por qué la presidenta chilena no planta cara a su contraparte cubana y le exige cambios democráticos, mucho más ahora que va de salida. Esa contradicción entre su biografía y su pasividad ante la dictadura cubana solo puede entenderse a partir de la lealtad.

Bachelet tiene un viejo compromiso sentimental con el castrismo, aunque en su fuero interno sabe que de aquellos barbudos verde olivo que una vez la ilusionaron solo queda una gerontocracia inmovilista

Bachelet tiene un viejo compromiso sentimental con el castrismo, aunque en su fuero interno sabe que de aquellos barbudos verde olivo que una vez la ilusionaron solo queda una gerontocracia inmovilista. Emplazarlos públicamente a que respeten los derechos de sus ciudadanos sería como despedazar aquella utopía que la hizo suspirar en su juventud.

Como tantos otros políticos de izquierda, la chilena cree que si señala a la Plaza de la Revolución como un régimen que viola los derechos humanos, sería como pasarse al bando de la "derecha”" y traicionar sus ideales. En aras de mantener una pose ideológica ha sido capaz de tragarse cualquier señalamiento y callar ante los actos de repudio, los arrestos arbitrarios y la penalización de la discrepancia.

Este domingo se inició la última oportunidad que tiene Bachelet para enmendar esa indiferencia y ser consecuente con su pedigrí libertario y demócrata. Basta una frase, unas palabras, un encuentro con activistas, un tuit de compromiso con el pueblo cubano, y no con el Gobierno, para que repare su anterior complicidad.

Solo con un gesto de esta naturaleza, la visita de la presidenta chilena habrá valido para algo más que para sellar un memorándum de intención, cerrar algún que otro acuerdo comercial y servirle a Raúl Castro para enmascarar la creciente soledad que lo rodea en América Latina.

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