Naufragios
Comunismo, utopías y marcianos
Naufragios
Salamanca/H. G. Wells y Lenin se encontraron en el Kremlin en 1920 y hablaron de tres cosas: comunismo, utopías y marcianos. La conversación gravitó, además, entre dos reproches. El de Wells era práctico (“¿en qué tipo de país estás tratando de convertir a Rusia?”) y el de Lenin ideológico (“¿pero por qué no trabajas por la Revolución?”). Hablaron vigilados por un diplomático, el señor Rothstein, entre montañas de papeles y libros. Hablaron en inglés.
Wells tenía miedo de escuchar la risa por la que Lenin era célebre, que parecía amable al principio pero se diluía luego en cinismo y condescendencia. Al parecer Lenin teorizó, gesticuló, se exaltó y fue indiscreto –le contó que tenía un consejero secreto enviado por Washington–, pero no rio.
La entrevista con el líder soviético era la última estación de un viacrucis que el escritor inglés había iniciado con su hijo de San Petersburgo a Moscú, un paisaje de absoluta desolación que describe en Russia in the Shadows. Quería ver con sus propios ojos la destrucción del país, que la prensa británica atribuía ridículamente a los “agentes de un misterioso contubernio racial, una sociedad secreta en la cual los judíos, los jesuitas, los masones y los alemanes están involucrados del modo más alucinante”.
Wells culpaba sobre todo al fanatismo bolchevique por Marx, a quien consideraba “un pesado de alta categoría”
No encontró el famoso Estado masónico, pero sí “el espectáculo del colapso” y el “vasto e irreparable desastre” en que se había sumido Rusia desde 1917. Wells culpaba sobre todo al fanatismo bolchevique por Marx, a quien consideraba “un pesado de alta categoría” con dos tercios de su cara cubiertos por su barba, cuyo infumable El capital se había convertido en la Sagrada Escritura de los rusos.
A Wells le dolió ver las montañas de basura en San Petersburgo, las condiciones en que vivía Gorki –que fue quien le consiguió la entrevista con Lenin–, las calles vacías, los comerciantes fusilados por “piratas”, las libretas de abastecimiento y esa especie de pulsión por el camuflaje que se había apoderado de los rusos. Camuflarlo todo, desde la pobreza hasta el pensamiento, “como si la situación de Rusia pudiera disimularse de alguna manera”.
Pese a todo, los rusos “añoraban el conocimiento más que el pan”, porque los soviets también habían barrido con todo contacto con el avance científico y literario de Occidente. La mejor imagen del estudioso deprimido es la de Pávlov, a quien Wells describe con una vieja bata de laboratorio, sembrando papas y zanahorias para sobrevivir.
De la conversación con Lenin se conserva una foto en la que el ruso levanta el dedo amenazadoramente. Wells parece atrincherarse entre los papeles. Los rasgos de Lenin son los de un tártaro, no los de un judío, anota. Su voz, por lo general amable. Sus argumentos, propios de “un soñador en el Kremlin”.
Lenin le confiesa a Wells que la idea de que la Revolución haya arrancado en Rusia y no en Inglaterra, como había previsto Marx, lo desvela. Esa piedra en su zapato teórico lo lleva a improvisar constantemente. Es un Gobierno improvisador, subraya Wells, porque nada salió como había profetizado el barbudo alemán. Esa duda aísla a Lenin de los rusos más que las decenas de militares que le cuidan las espaldas, y que hacen de él, según Wells, un dictador en sentido estricto. Dicta porque el país que quiere solo puede existir en las palabras, nunca en la realidad.
Lenin le confiesa a Wells que la idea de que la Revolución haya arrancado en Rusia y no en Inglaterra, como había previsto Marx, lo desvela
La conversación llega a su límite alucinante cuando aparece el tema de los alienígenas. Ese intercambio no está en el libro y hay que recurrir a un biógrafo de Wells, Yuli Kagarlitski, para conocer qué dijo Lenin del comunismo cósmico: “Si tenemos éxito en hacer contacto con otros planetas, todas nuestras ideas filosóficas, sociales y morales tendrán que someterse a revisión, y tras este acontecimiento las posibilidades serán ilimitadas y pondremos fin a la violencia como un medio necesario para el progreso”.
Esta cita delirante sirvió de fundamento cuando varias organizaciones comunistas quisieron crear secciones para una futura comunicación extraterrestre. Si los alienígenas venían a visitarnos, necesariamente iban a ser comunistas, y si eran comunistas verdaderos lo lógico es que estuvieran en línea con el Kremlin, no con los imperialistas de Washington. En un escenario tan ideal, el argumento de La guerra de los mundos quedaba desmantelado.
Wells salió de Moscú con la idea de escribir un libro jocoso que se llamara El afeitado de Marx. Sin embargo, la amargura pudo más y en pocos meses compuso Russia in the Shadows, la crónica de un país tan aislado que solo estaba dispuesto a dialogar con los habitantes de otro mundo.
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