57 años después: hacia nuevo contrato para Cuba (II)

Un hombre camino junto a una valla política en La Habana. (14ymedio)
Un hombre camino junto a una valla política en La Habana. (14ymedio)
Manuel Cuesta Morúa

08 de mayo 2016 - 16:45

La Habana/Lo único cierto en Cuba en términos políticos es que el Gobierno acumula mucho poder pero carece de liderazgo. La clase de liderazgo que demanda un país cuando se enfrenta a un desafío económico, a uno cultural, sociológico, de información, del conocimiento y generacional; más los peligros evidentes de toda nueva época. Todos ellos podrían resumirse, por tanto, en el siguiente: ¿cómo logrará el Gobierno mantener un modelo político que se encuentra por debajo de la inteligencia básica, la experiencia acumulada de la sociedad cubana y el pluralismo cultural?

Ante ese dilema, el Gobierno ha sacrificado las opciones posibles de un nuevo liderazgo ante la metafísica de la Revolución.

Pero, 57 años después, ¿puede hablarse, más allá de un recuerdo y de un nombre, de Revolución cubana? Desde el punto de vista de la convicción –un soporte psicológico–, no cabe duda de que existe. Es el tipo de convicción que funda la existencia de las religiones y que solo cabe respetar en su dimensión específica. Pero desde el punto de vista de sus propuestas iniciales, la Revolución cubana hace tiempo ya que se disolvió en su único alcance asumible: la independencia y soberanía externas de Cuba. Quienes defienden al Gobierno de Cuba con el expediente de la Revolución, nunca contestan satisfactoriamente estas dos preguntas: ¿Es Cuba el único país donde existen la salud y la educación gratuitas? ¿Es legítimo que las actuales generaciones se planteen la necesidad de otra revolución? Una revolución que bloquea la posibilidad de otras futuras no está hecha por revolucionarios.

Desde el punto de vista de sus propuestas iniciales, la Revolución cubana hace tiempo ya que se disolvió en su único alcance asumible: la independencia y soberanía externas de Cuba

Pero los revolucionarios no se rinden, ni siquiera ante la clara evidencia de que la Revolución cubana ya no existe porque, más allá de la convicción y de sus propuestas, ella fue, por naturaleza, conservadora. Pongo el ejemplo por excelencia para los seguidores de los estudios culturales y su relación con la naturaleza de los modelos políticos: frente a tres sujetos que por su condición antropológica darían contenido a toda revolución emancipatoria en el siglo XX, y dentro de sociedades diversas, el Gobierno cubano plantó una defensa activa que cerró las posibilidades de una modernización social, política y cultural coherente, en consonancia con la dinámica mundial: el feminismo, los negros y el movimiento homosexual. Eso constituyó una señal temprana de la naturaleza conservadora del proyecto del 59.

Por otra parte, el cierre de Cuba como respuesta inicial a la libertad que en los años 60 del siglo XX comenzaba a acercar a los ciudadanos de todo el mundo, la libertad de movimiento, fue el sello de ese conservadurismo que desconectó a los cubanos de su dinámica fundacional como país. Y su reacción ante el impacto de la tecnología fue y es antediluviana: comprobar el impacto político sobre el régimen de procesos tecnológicos que son democratizadores en sí mismos. Todavía hoy en Cuba se discute sobre estos asuntos, presentes aquí a pesar y contra las políticas del Estado, pero que están incorporados hace tiempo a la realidad de la mayoría de las naciones, desde Haití hasta Suecia.

Por su naturaleza, la Revolución cubana es la expresión última, en el siglo XX y lo que va del XXI, del proyecto criollo de modernización, con sus dos modelos más claros: el modelo ampliado de plantación-economía exportadora-poder, y el modelo restringido de hacienda-bodega-dominación, más anclado en la estructura de la conquista española de América. Ese proyecto de modernización inició su larga marcha por la invención hegemónica de Cuba en el siglo XIX. Y ese criollismo conservador se actualizó a través de una dictadura de benefactoría social que creó, con la Revolución cubana, el segundo Estado jesuita del hemisferio occidental, después del Estado del mismo tipo fundado por el doctor Francia en el Paraguay del siglo XIX.

Ese criollismo conservador se actualizó a través de una dictadura de benefactoría social que creó, con la Revolución cubana, el segundo Estado jesuita del hemisferio occidental

Ahora, frente a la crisis, no tiene más imaginación económica que la de la recuperación de viejos modelos: el desarrollo del turismo, que fue un proyecto estrella y trunco de Fulgencio Batista, y el desarrollo de un puerto, el de Mariel, que fue el proyecto más "modernizador" posible de la metrópolis española.

Los más importantes logros de esa Revolución tienen que ver entonces con su capacidad para que la juzgaran a partir de lo que ella dice de sí misma, con su programa para detener la pobreza en los límites de la miseria que exhiben muchos países del Tercer Mundo y con su visibilidad confrontacional con la primera potencia del mundo: Estados Unidos. Nunca fue un proyecto de futuro.

Estos éxitos de imagen y de cohesión mínima alimentaron cierto romanticismo de izquierdas y de derechas, muchas veces en el límite de la obscenidad política, del oscurecimiento de la historia antes de 1959 y del racismo cultural, y una visión de frontera postimperialista por su oposición constante a las políticas de Estados Unidos. Ellos enmascararon la estructura conservadora de la sociedad que la Revolución animó, y el imperialismo revolucionario hacia el Tercer Mundo: en forma de misiones militares o de misiones médicas y educativas.

La revolución conservadora, durante 57 años, ha triunfado. Ello permite entender cómo se convirtió en un movimiento de expectativas decrecientes, que hizo de la cartilla de racionamiento una virtud, del afán de modernización una contrarrevolución y del intercambio con Estados Unidos un problema de seguridad nacional. Esto último, llevado al límite, ha significado un debilitamiento cultural del país frente al desafío que representa Estados Unidos en términos de continuidad cultural de la sociedad cubana –podríamos hablar ya de la fruta madura cultural– y un agotamiento del proyecto criollo en su incapacidad para darle seguimiento y continuidad a sus políticas en una época de plena globalización. En la medida en que este proyecto criollo ha pretendido identificarse con los fundamentos de Cuba, pone en peligro también la viabilidad de la nación.

Como proyecto criollo, con un pie puesto en la estructura de la España colonial, la Revolución cubana es un proyecto de hegemonía y dominación que ha legitimado la "contrarrevolución", solo que aquella hecha por los revolucionarios en el poder.

En la medida en que este proyecto criollo ha pretendido identificarse con los fundamentos de Cuba, pone en peligro también la viabilidad de la nación

El contrato original de 1959 se actualiza en 1961 perfilándose como socialista; lo vuelve a hacer en 1976, con una Constitución que establece la hegemonía y superioridad de los comunistas; se rompe en 1980 con los sucesos de la embajada del Perú y del Mariel; vuelve a actualizarse en 1992, con la admisión de otro universo moral dentro del partido comunista y con la laicización constitucional del Estado; se quiebra una vez más en 1994, con los eventos del Malecón de La Habana; y trata de reactualizarse con la liberalización de los mercados agrícolas, y de otras áreas, que más tarde son distorsionados.

A lo largo de todos estos momentos, el Gobierno ha hecho lo uno y lo contrario para sostenerse en el poder, independientemente de que unas prácticas económicas, sociales o políticas hayan estado en contradicción absoluta con las anteriores o posteriores. Todo en nombre de la Revolución cubana. Cada una de estas "revoluciones" y "contrarrevoluciones" hechas desde el poder le han divorciado cada vez más de la sociedad y le permitieron, finalmente, en 2002, replantear su relación orgánica con los ciudadanos.

Sí, "dentro de la revolución, todo", pero "dentro de la contrarrevolución, también": epílogo del proceso político iniciado en 1959.

Incapaz de hacer la crítica de sus fundamentos –a diferencia de las democracias representativas, la Revolución cubana no permitió una discusión a fondo de sus pilares, lo que explica su falta de democracia– el Gobierno emprende en 2002 una reforma constitucional –una auténtica contrarreforma política– que fue la última y definitiva ruptura del proyecto criollo con los ciudadanos cubanos.

Cada una de estas “revoluciones” y “contrarrevoluciones” hechas desde el poder le han divorciado cada vez más de la sociedad y le permitieron, finalmente, en 2002, replantear su relación orgánica con los ciudadanos

Al declarar constitucionalmente la irreversibilidad del "socialismo", el Gobierno pulveriza los precedentes constitucionales de la fundación de Cuba. Desde nuestros orígenes como proyecto de nación, estos asimilaron, sin contradicción, esa unidad de súbdito y soberano que está en la base del ciudadano moderno. Súbdito de la ley, soberano para conformarla, los cubanos perdimos con esa contrarreforma la condición de ciudadanos y la relación orgánica con un Estado que solo sabe y le importa justificarse a sí mismo. A partir de aquí quedó claro que para el Estado los cubanos somos únicamente fuente de deber, no de soberanía. Así, la naturaleza republicana de Cuba se disuelve, estableciéndose un "contrato" político para impedir todo contrato futuro. Una aberración que debe tener pocos precedentes en la historia constitucional del mundo.

Si se quiere entender, entonces, por qué la relación de los cubanos con su Estado es fundamentalmente cínica, donde se supone que debe existir una relación ética, la razón puede encontrarse en esa fluidez estática que la Revolución cubana ha establecido con su sociedad, hecha a base del supuesto de que lo que es no es, pero debe seguir siendo como si fuera, para lograr la supervivencia mutua en medio del apagón del futuro y la suspensión de toda perspectiva estratégica.

La complicidad y el engaño mutuo sociedad-Estado vienen a forjar, durante 57 años, ese modus vivendi que ha disuelto más de una esperanza y ha colocado al país en un callejón sin salida. La corrupción como zona de tolerancia compartida tanto por el poder como por los ciudadanos, en medio de una tensión vital, es el ejemplo claro del progresivo hundimiento nacional y de la desmoralización en picada de las bases decentes de la convivencia.

La complicidad y el engaño mutuo sociedad-Estado vienen a forjar, durante 57 años, ese modus vivendi que ha disuelto más de una esperanza y ha colocado al país en un callejón sin salida

La última definición, dada por Fidel Castro el primero de mayo de 2000, de lo que es la Revolución cubana, reducible a la frase, "cambiar todo lo que deba ser cambiado", cuando una revolución se define por cambiarlo todo, solo viene a confirmar el diagnóstico: durante 50 años ella viene haciendo un costoso tránsito desde la justificación por sus esencias a la justificación por sus circunstancias. En tal sentido, "contrarrevolución" y "revolución" son palabras al vacío fijadas en el vocabulario general de la sociedad para el control psicológico. Fuera de esto, y solo para una ínfima minoría de hombres y mujeres honestos, tienen un sentido de comunión en la obra y defensa de un pasado, que no contradice la respuesta a esta pregunta: ¿qué es en definitiva la Revolución cubana? Esto: el poder y sus circunstancias, definidos ambos por una picaresca de Estado, que se actualizó, en el recién concluido VII Congreso del partido comunista, con un mal chiste monárquico: nuestro bipartidismo llevará unos mismos apellidos, Castro Ruz. De esta picaresca irresponsable de Estado debemos pasar a la reconstrucción responsable de un proyecto nacional que se ancle en algo menos metafísico y más prometedor: un Estado democrático de derecho.

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