Los enigmas de las sucesiones

Es de suponerse que el sujeto sentenciado por Raúl Castro como su sucesor sea “confiable”: lo suficientemente dúctil como para prestarse a los manejos de quienes realmente mueven los hilos políticos.

El primer vicepresidente cubano, Miguel Díaz-Canel es uno de los candidatos a ocupar la presidencia. (EFE)
El primer vicepresidente cubano, Miguel Díaz-Canel es uno de los candidatos a ocupar la presidencia. (EFE)
Miriam Celaya

06 de agosto 2017 - 16:45

La Habana/A solo medio año de la anunciada salida del general-presidente, Raúl Castro, de su cargo como Presidente de Cuba, aún no se sabe con certeza quién será su sucesor. Lo que sí resulta incuestionable es que, sea quien sea el elegido por el Poder para dar continuidad al fracasado modelo sociopolítico y económico impuesto por el clan verde olivo, éste heredará no solo un país en ruinas con una deuda astronómica y una población envejecida y mermada por la emigración, especialmente de un gran segmento de lo mejor de su fuerza laboral, sino también un panorama regional muy diferente del de aquel memorable verano de 2006, cuando Fidel Castro –proclama mediante– se retiró “provisionalmente” del Gobierno tras colocar la dirección del país en manos de una camarilla, encabezada por el actual mandatario.

En tiempos recientes la izquierda continental ha estado sufriendo sus más duros reveses en décadas tras perder el poder político que se había extendido como una epidemia e incluso parecía consolidado en algunas de las naciones de mayor pujanza económica de este hemisferio, como Brasil y Argentina.

A su vez, Venezuela, otrora capital de ese turbio experimento castrochavista conocido como “socialismo del siglo XXI”, continúa hundiéndose en lo que muchos expertos consideran la mayor crisis económica y política de la historia de ese país, lo que ha incidido en una significativa contracción de los subsidios petroleros destinados a la Isla, con las implicaciones que esto tiene para una economía tan frágil y dependiente como la cubana.

Atrás quedaron los fugaces tiempos de gloria de las entelequias nacidas a impulsos del binomio de los ya difuntos Hugo Chávez y Fidel Castro, como la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América-Tratado de Comercio de los Pueblos (ALBA-TCP), creada en 2004 en La Habana; o de Petrocaribe, fundada en Venezuela en 2005, a fin de influir políticamente en las pequeñas naciones petro-pordioseras del Caribe y comprar sus apoyos en los foros internacionales, a cambio de cuotas de petróleo a precios sumamente magnánimos.

Es de suponerse que el sujeto sentenciado por Raúl Castro como su sucesor sea lo suficientemente dúctil como para prestarse a los manejos de quienes realmente mueven los hilos

Pese a panorama tan adverso para sus intereses, es de suponerse que el sujeto sentenciado por Raúl Castro como su sucesor sea “confiable”: lo suficientemente dúctil como para prestarse a los manejos de quienes realmente mueven los hilos políticos –y todos los demás hilos– tras bambalinas, y lo razonablemente cauto como para no intentar el ensayo de un viraje demasiado brusco que descoloque el siempre impredecible equilibrio social en un país saturado de carencias y frustraciones. A los autócratas no les gustan las sorpresas.

Hay que considerar la posibilidad de que –a semejanza de su hermano mayor al dejar el cargo en 2006– el general-presidente haya concebido una especie de sucesión colegiada, dejando funciones específicas a varios representantes de las diferentes tendencias que, según criterios muy extendidos aunque nunca confirmados, existen entre los grupos cercanos al Poder. La gran ventaja de los malos es que saben cohesionarse cuando tienen intereses comunes que defender.

Así pues, un Gobierno colegiado tras el retiro parcial del general-presidente es una variable perfectamente posible en una nación donde existe un solo partido político “como fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado”, donde como norma la casta gobernante suele ignorar olímpicamente todos los demás mandamientos de la Carta Magna y cuanto ellos mismos han legislado sin obstáculos en los últimos 40 años, y donde todos los manejos políticos y económicos se urden en el más absoluto secreto y se dan a la luz solo como hechos consumados, lo que les ahorra a los mokongos del Palacio de la Revolución el engorroso trámite de solicitar la aprobación del anodino Parlamento o de someter (incluso) los más importantes asuntos de Estado a la consideración de los (des)gobernados.

De hecho, esta variante de sucesión colegiada –no necesariamente explícita– y encabezada por una marioneta visible no parece muy remota. En especial si se tienen en cuenta las experiencias de otras sucesiones regionales, como la de Nicolás Maduro en Venezuela, elegido a golpe de dedo por el finado Hugo Chávez pero urdida hasta el detalle por su cofrade y mentor, Fidel Castro, a fin de garantizar durante el mayor plazo de tiempo posible la sobrevivencia de los respectivos proyectos, dizque “socialistas”, y de sus cabecillas.

El otrora rampante chavismo, tal como lo concibió su hacedor, ha terminado sucumbiendo a la torpeza del “sucesor” y a la codicia de los Castro

Basta examinar la composición de la cohorte madurista para comprender que la componenda rojo-verde olivo no solo se fraguó en La Habana, sino que ya era cosa hecha mucho antes de que el “Comandante Eterno” fuera sembrado en el Cuartel de la Montaña para acabar transmutado en pajarito.

Sin embargo, pese a los cuidadosos cálculos de los más experimentados conspiradores, la encrucijada a la que Maduro ha conducido a Venezuela es tan complicada y profunda que supera cualquier control. Tarde o temprano el poder dictatorial caerá, porque la situación se ha hecho ingobernable y al apelar a la represión y al crimen para retener el poder, el Gobierno ha perdido toda traza de legitimidad. El otrora rampante chavismo, tal como lo concibió su hacedor, ha terminado sucumbiendo a la torpeza del “sucesor” y a la codicia de los Castro.

Otra sucesión planeada, pero de muy diferente cariz, es la que se produjo en Ecuador tras el triunfo del candidato del partido gobernante, Alianza País, en la persona de Lenín Moreno, en la segunda vuelta de las elecciones del pasado mes de mayo.

Moreno, sorpresiva y rápidamente, desde un inicio comenzó a desmarcarse de la política dura y beligerante de su predecesor y ha desarrollado un estilo conciliador, inclusivo, mesurado y sereno, buscando diálogos y acuerdos con los diferentes sectores sociales y con la oposición, lo que ha provocado la virulenta reacción de un iracundo Rafael Correa, quien ha calificado a Moreno de “traidor”, entre otras acusaciones igualmente fuertes.

Los casos de Venezuela y Ecuador permiten confirmar que los cambios de poder, no siempre son “más de lo mismo”, sino que pueden conducir a giros impredecibles

Tal enfrentamiento ha conducido a una profunda fractura en el seno del partido, según las simpatías de sus militantes, entre correístas y morenistas. Sin embargo, durante la festividad de la victoria electoral de Lenín Moreno se pudo ver a un radiante y feliz Rafael Correa, celebrando el triunfo a todo trapo, gritando consignas y atronando en los micrófonos con canciones de las izquierdas radicales (“aquí se queda la clara/la entrañable transparencia…”), como si en lugar de Lenín Moreno, él mismo hubiese ganado las elecciones.

Tal como sueñan todos los autócratas o aspirantes a ello, seguramente Correa creyó que quien fuera en su momento el vicepresidente de su gabinete, sería ahora, al frente del nuevo Gobierno, un dócil continuador de sus dictados, la figura visible tras la cual él seguiría ejerciendo de alguna manera el poder y el férreo control social. No ha sido así, y esto evita la profundización de los conflictos internos del país y abre las vías a un posible proceso de pactos que permita superar las crispaciones y la polarización social sufrida en Ecuador en todos estos años.

Sería prematuro adelantar cuán exitoso será o no el desempeño de Lenín Moreno, pero está claro que este veterano no se siente deudor del Gobierno anterior, sino que tiene su propia agenda. Si es para bien de los ecuatorianos y de la democracia, bienvenida sea.

Los casos de Venezuela y Ecuador permiten confirmar que los cambios de poder, más allá de que se trate de sucesiones o rupturas, no siempre son “más de lo mismo”, sino que pueden conducir a giros impredecibles. He aquí que la sucesión en Venezuela ha derivado en la tentativa fraudulenta de legitimar una dictadura corrupta y represiva; en tanto la sucesión en Ecuador parece favorecer un retorno a espacios democráticos vulnerados por el gobernante anterior.

Habrá que ver si la sucesión cubana nos depara un Maduro o un Moreno.

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