Eterno verano, eterno infierno

Reinaldo Arenas es en sí mismo una religión, con cosmogonía, mártires y apocalipsis

Detalle del panel central del tríptico 'El jardín de las delicias' (1500-1505), del pintor neerlandés Jheronimus Bosch, 'El Bosco', expuesta en el Museo del Prado, en Madrid.
Detalle del panel central del tríptico 'El jardín de las delicias' (1500-1505), del pintor neerlandés Jheronimus Bosch, 'El Bosco', expuesto en el Museo del Prado, en Madrid.
Xavier Carbonell

27 de agosto 2023 - 13:56

Salamanca/Ha sido un buen año para Reinaldo Arenas. Pocos meses después de reeditar Antes que anochezca, Tusquets rescató El mundo alucinante y es de esperar que vuelvan a las librerías otros títulos suyos, mientras dura la celebración de sus 80 años. El desgano con que los cubanos hemos entrado a la fiesta dice mucho del país que tenemos. Pero nada sorprende. A Arenas lo publicaron por primera y única vez en Cuba en 1967. Sus libros siguen entrando como material clandestino, y aunque falsos amigos, amantes resentidos y salvadores póstumos lo sigan embalsamando con descaro, ningún censor está preparado para darle la absolución a la Tétrica Mofeta.

No lo necesita, desde luego. Arenas es en sí mismo una religión, con cosmogonía, mártires y apocalipsis. No hay nadie autorizado para darle paz sino él o sus dobles –Reinaldo, Gabriel y la Mofeta: tres locas distintas pero una sola esencia–. Los engranajes de su mundo, tan místico como carnal, tan privado como rico en infundios, se acoplan en dos libros que dan la impresión, demasiado exacta, de haber sido escritos por un muerto.

Su feroz autobiografía y la última novela, 'El color del verano', ejecutan un bombardeo meticuloso sobre Cuba y su provincia de ultramar, Miami

Su feroz autobiografía y la última novela, El color del verano, ejecutan un bombardeo tan meticuloso sobre Cuba y su provincia de ultramar, Miami, que los más de 300 aludidos –con la cortesía del nombre trastornado, y a veces ni eso– deben de haber descuartizado más de una vez sus ejemplares. Aunque las memorias acaban siendo tan desfiguradas como la ficción, en El color del verano –subtitulada Nuevo jardín de las delicias, como el cuadro de El Bosco– la lengua anda tan suelta como el diablo.

En la última y más ardiente cloaca, el dictador Fifo, Raúl y sus mascotas –incluyendo el Tiburón Sangriento–; en el paraíso, aunque expuestos a la metralla, Lezama, Casal, la Avellaneda, Heredia y Martí. En cola para la guillotina y con nombres trocados, Miguel Barniz, Tomasito la Goyesca, H. Puntilla, Karilda Olivar Lúbrico, Alejo Sholehov, Delfín Proust o la Reina de las Arañas, y –abanicándose en París– Zebro Sardoya. Correteando, deambulando por las calles, cazando reclutas o escondiéndose en las alcantarillas, están las locas de atar –aunque en algún punto, remoto o a flor de piel, todos somos locas según el diagnóstico de Arenas–: la Duquesa, la Supersatánica, la Reina, la Pitonisa Clandestina, la Triplefea, Tedevoro y por último la Tétrica Mofeta.

El relato, que empieza con la fuga de la Avellaneda hacia Miami y termina cuando los cubanos, a fuerza de roer la plataforma de la Isla, la desprenden y hunden en el mar, contiene las declaraciones más amargas que cualquier escritor haya hecho sobre su país: "Esta es la historia de una isla donde solo han triunfado los mediocres más serviles. Una isla sometida a un verano infinito, a una tiranía infinita y a la estampida unánime de sus habitantes, quienes mientras aplauden las maravillas de la isla solo piensan en cómo poder abandonarla. Esta es la historia de una isla que mientras aparentemente se cubre con los oropeles de la retórica oficial, por dentro se desgarra y confía en la explosión final".

'El color del verano' tiene similitudes demasiado molestas, para el lector supersticioso, con 'Tres tristes tigres'

El libro sería perfecto si no existiera Cabrera Infante. El color del verano tiene similitudes demasiado molestas, para el lector supersticioso, con Tres tristes tigres. Ambas son fragmentarias, descreídas, reemplazan y trastornan nombres, se apasionan por las listas y los trabalenguas, reescriben la historia y están obsesionadas con el sexo y el humor como último refugio. Y además, como toda novela cubana –desde el diario de Martí hasta Paradiso y Los pasos perdidos–, aspira a servir como interpretación general del mundo. Y de la Isla.

No obstante, leí de un tirón El color del verano –agosto español, árido, sin tregua– sin dejarme atormentar por la paranoia. De todos modos, si algo hicieron Arenas y Cabrera Infante fue otorgar a ciertos momentos de la historia cubana una densidad tal que resulta, de tan vívida, traumática. Y –lo que resulta aún más desconcertante, conociendo a los personajes– ninguno de los dos le dio un zarpazo al otro. De hecho, Cabrera Infante escribió un obituario enternecedor de Arenas, sobre "su vida de perro perseguido, apaleado y encerrado y obligado de nuevo a vivir en la fuga que no cesa". Prefiero leer sus novelas como reencarnaciones del mismo espíritu burlón, que solo es dable en ese país. Tigre miope o loca vengativa, Caín o Celestino, el verano o el infierno. Quién sabe si al final no son la misma cosa.

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