Testimonio
La Habana no aguanta más
Testimonio
Londres/"Volver… que veinte años no es nada". Pero volver a La Habana después de veinte años es un choque.
La ciudad siempre se desmoronaba, era parte de su encanto. Pero la vista por las azoteas de Centro Habana ahora se parece a una zona de guerra, el hormigón agujereado y sin color, salvo el brillo de la cúpula dorada del Capitolio, restaurada con dinero ruso. En el icónico frente marítimo del Malecón, muchos edificios se han caído totalmente, como dientes perdidos, y otros han sido brutalmente reemplazados por hoteles internacionales gigantescos.
Siempre había apagones y nunca seguían el horario publicado. Pero ahora, por lo menos en la zona de Centro Habana donde yo estaba, las luces se apagan cada día al atardecer durante cinco horas, y muchas veces de día también. Esto resulta profundamente deprimente. Así como la vista de la torre del nuevo hotel de Iberostar en El Vedado, con todas sus luces encendidas, mientras la zona entera alrededor queda hundida en oscuridad.
Desde la legalización del dólar y la apertura del país al turismo a principios de los 90, ha ido creciendo la división entre turistas, que pueden tener cosas, y cubanos, que no pueden. Da la impresión de que todos los recursos del Estado se vierten en el turismo, en una especie de prostitución nacional. El contraste ya ha llegado a un nivel francamente feo. Tampoco es nada divertido para los turistas, a menos que tengan la piel bien dura, como algunos evidentemente la tienen. Alquilan los famosos Chevrolets y Buicks, restaurados hasta relucir en colores fabulosos, y se pavonean por el Prado, abriendo los brazos en gestos de triunfo y sonando los claxones. No es de extrañar que el Parque Central, en su día tan hermoso, ya pulule de jineteros, como lo peor de Venecia.
Pero el daño es más grave, distorsionando la economía entera. Un dólar, que al principio se suponía que equivalía a un peso, ahora vale más de 400, así que el dinero ganado por los cubanos —el sueldo promedio es alrededor de 6.500 pesos al mes— pierde todo valor y los precios son de desesperar. A diferencia del Período Especial, hay comida. Pero una sola mandarina te puede costar 600 pesos en la calle. Un anciano, sentado bajo un árbol en El Vedado, come un pastel mendigado de un café de moda mientras, detrás de él, otro hombre hurga en la basura amontonada contra la pared de una residencia destartalada pero todavía elegante. En el café, los cubanos son bienvenidos pero los precios se ajustan al dólar así que una pizza cuesta casi 2.000 pesos, diez veces el precio normal.
La gran diferencia en esta ocasión era la actitud de los mismos cubanos
Todo esto, combinado con el estado lamentable de las calles, donde trozos de pavimento sobresalen al aire, huecos se abren en el suelo, y aguas negras corren por las cunetas, implica que cuando caiga la noche ya no se pueda caminar a solas con seguridad. Hace veinte e incluso treinta años ya se robaba a los turistas. Pero hace cuarenta años yo, una joven extranjera rubia, solía coger dos guaguas desde El Vedado hasta mi casa en el lejano Alamar a las dos o tres de la madrugada, sin peligro ninguno. Era la ciudad más segura del mundo. El cambio afecta también a los cubanos. Una mujer elegante en frente a uno de los pocos cines que todavía funcionan, me aconseja ir a la sesión de las 2 pm para evitar salir a oscuras. "Ah, como me gustaba sentarme en el cine," suspira, reflejando mis sentimientos.
Debería aclarar que estas fueron mis impresiones al llegar a La Habana como turista y que no tardé en adaptarme suficientemente para volver a disfrutar de nuevo la belleza infinita de esta ciudad y la tranquila cortesía de sus ciudadanos, fuera de los lugares turísticos.
La gran diferencia en esta ocasión era la actitud de los mismos cubanos. Siempre se han quejado, vacilado cada nueva adversidad con un humor negro y agudo. Pero esta ha sido la primera vez que la gente ha criticado abiertamente al Gobierno delante de mí, una extranjera. "Es todo culpa de Fidel. Destruyó nuestra industria", dice Milagros, una anciana sentada en su portal en un apagón. "Se han olvidado del Che", lamenta su amiga Ilsa, a su lado, "Son todos hipócritas que mandan a sus hijos a educarse al extranjero". "No hacemos huelga porque estamos demasiado cansados, nos hacemos reír", dice una madre intentando cocinar con manos artríticas en otro apagón.
Un taxista me explica que la gente quisiera protestar pero "No podemos dejarnos encarcelar encima de todo lo demás". El muchacho de una tienda comenta sobre mi español y le digo que trabajé aquí antes de que él hubiera nacido. "Así que te tocaron los buenos tiempos." "Sí" "Y ya se acabó todo, ¿verdad?" Dos jóvenes, habituales de una cafetería del barrio, están de acuerdo en que "Todo quedó destruido". "¿Y hay alguna solución?", pregunto. "Echar a los comunistas", contesta Yoel, como un rayo.
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