Pequeño diccionario para K

De Milan Kundera se aprende a vivir y a escribir, una ética y cierto cinismo saludable

Que a los 91 años Kundera haya donado sus libros y sus papeles a Brno, su pueblo natal, fue también un gesto de equilibrio. (EFE)
Que a los 91 años Kundera haya donado sus libros y sus papeles a Brno, su pueblo natal, fue también un gesto de equilibrio. (EFE)
Xavier Carbonell

16 de julio 2023 - 15:08

Salamanca/Libros. Acabo de leer que, en los últimos años, Milan Kundera había perdido la memoria. Es dramático que la única herramienta verdadera con la que cuenta un novelista sea tan volátil, se desborde y gaste, se la lleven los años. A Kundera lo leí por primera vez con 18 o 19 años. Recuerdo perfectamente –y me entristece pensar que algún día lo olvidaré– el libro deshojado, mustio, cuyas páginas dejé caer una vez por accidente. Era, por supuesto, la historia de los amores confusos de Tomás y Teresa, de Franz y Sabina, el cruce misterioso de esas vidas que, no por lejanas, se me hicieron menos familiares. La insoportable levedad del ser –tan fácil de leer y tan difícil de entender, decía su autor– fue la primera novela que compré cuando salí de mi país. La forré con periódicos, disimulé la cubierta, para que al volver nadie me quitara aquel libro finalmente mío. Cuando abandoné definitivamente mi casa, mi ciudad, mis cosas, se quedó allá. No pienso ir a buscarlo. Han pasado diez años desde que abrí ese libro –como un joven del que ahora solo queda el fantasma– y di con una frase: "El eterno retorno es la carga más pesada".

Huir del panfleto, huir de la literatura comprometida, huir de los partidos e ideologías, escupir en la cara de los que esperan una novela en blanco y negro

Fuga. Después de los amores, de los libros intercambiados y perdidos, de las conversaciones en las que nada se dice y se cita mucho, de las noches universitarias, del café, de las humaredas pedantes, ¿qué le queda al lector de Kundera? La sensación de que los libros lo han hecho a uno más viejo, le han ofrecido la memoria de un hombre que aspiraba a no tener biografía y cuya vida fue, al final, el relato de un siglo. Leerlo en un país comunista, donde sus libros gozaban del privilegio de la censura, era contar con un manual para sobrevivir en ese mundo ocre, gelatinoso, que produce el socialismo. Y sin embargo, la gran lección que aprendí de Kundera fue el escape. Huir del panfleto, huir de la literatura comprometida, huir de los partidos e ideologías, escupir en la cara de los que esperan una novela en blanco y negro, en rojo y negro, una novela contra el Gobierno, un cuento para que las editoriales lo encuentren a uno exótico, combativo, militante, mártir de la libertad. Y todavía más: no entrar jamás en el club de quienes, cómodamente –en una orilla u otra–, ya recibieron aplauso y público, ya encontraron a quién venderle el pequeño drama del exiliado o del integrado.

Disidente. Imagino que Kundera odió la palabra disidente más que a ninguna otra. Las implicaciones perversas de ese término –separado, heterodoxo, Caín– suenan como la venganza de quienes se quedaron, el insulto de los correctos. Nadie quiere ser definido como una especie de tumor, un leproso que fue obligado a irse. Nadie desea que sus libros estén marcados por el rencor o el abandono. Disidente no: novelista, dijo Kundera demasiadas veces. Lo opuesto al comunismo no es la disidencia sino el individualismo y la autonomía. El precio a pagar es la soledad. Nada más tentador.

Complejidad. Cuando un escritor abandona la cáscara que le impone el entorno –el régimen, la historia, el adiós, los demás escritores– se queda solo frente al tejido de la memoria. En ese cuarto oscuro, en la frialdad de París o de cualquier ciudad, caminando con una mujer o fumando solo en un café, vienen de nuevo las palabras. "Yo quiero que mi literatura esté unida a la vida, por eso la defiendo de todo comprometimiento posible". Esa es la única libertad real, la única patria, a la que puede aspirar un novelista. Lo demás son ficciones, mucho menos útiles que las que uno puede tramar, aunque nadie las lea.

Cuando un escritor abandona la cáscara que le impone el entorno –el régimen, la historia, el adiós, los demás escritores– se queda solo frente al tejido de la memoria

Música. Abrirse a las posibilidades infinitas de una novela, habitar durante meses o años en el mundo que uno va creando, no se compara con ningún otro oficio. Encuentro un ejemplo en la entrevista que Joaquín Soler Serrano le hizo a Kundera en 1980. Recuerda a su padre músico –el propio escritor se ganó la vida tocando piano de restaurante en restaurante– y ofrece otra lección: el respeto por la forma que solo se aprende en la música. El cambio de ritmos, los contrapuntos y los motivos, la sutileza de componer un libro para llegar al eco, lo único que permanece cuando la memoria se disuelve.

Risa y olvido. "El optimismo es el opio del pueblo", escribe el protagonista de La broma en una postal para su novia comunista. Una vez conocí a una joven checa a la que le pedí que pronunciara el título original, Žert. Sonaba –no sabría reproducirlo hoy– como un salivazo, una carcajada desafiante que encapsulaba no solo esa novela, sino toda la obra y la actitud de Kundera hacia lo solemne. Le pedí que repitiera el sonido una, muchas veces. Ella no entendía la revelación que era para mí aquella palabra tan elástica y remota, quizás porque para comprender el idioma propio también hace falta abandonarlo. No he vuelto a saber de la muchacha, que regresó poco después a Praga.

Final. De Milan Kundera se aprende a vivir y a escribir. Se aprende una ética y cierto cinismo saludable, una desconfianza en el poder y sus emisarios –el éxito, el dinero, el carné del partido– y el vértigo de entrar a la soledad propia. Que a los 91 años haya donado sus libros y sus papeles a Brno, su pueblo natal, fue también un gesto de equilibrio. O al menos un modo de salvar la memoria –la carga más pesada– antes de que la muerte lo fuera a buscar.

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