Entre el perdón y el odio, el divisionismo avanza en EE UU
Columna
El líder populista es, por encima de todo, un sistemático activador de las emociones más básicas de la gente
San Salvador/Tras la conmoción provocada por el reciente asesinato del popular activista Charlie Kirk, Estados Unidos entró en una vorágine de reacciones que todavía no da tregua. Por una parte, como se señaló en esta columna, apareció en redes sociales una cantidad inusitada de personas festejando –literalmente– aquel brutal acto de violencia; del otro lado, con más o menos diferencias, muchos simpatizantes del Gobierno de Trump culparon a la “izquierda radical” de lo ocurrido y, de paso, exigieron una retaliación proporcional e inmediata. Los llamados a la serenidad y la reflexión, cuando los hubo, saltaron por los aires ante la inusual avalancha de improperios.
Pero quizá la situación más peculiar de todas tuvo lugar justo el día en que se ofreció a Charlie Kirk su servicio conmemorativo en un vibrante estadio de Arizona, repleto de seguidores del movimiento fundado por él, así como de miembros de la coalición Make America Great Again (Maga) del presidente Trump. A esa mezcla extraña de fervor cristiano y concentración política, ya de por sí impropia de ambas cosas, varios de los que subieron al podio sumaron impúdicas dosis de lucro partidario.
Las emotivas palabras pronunciadas por Erika, la viuda de Kirk, sorprendieron mucho por su hondura espiritual, despegada incluso de la tragedia que golpeaba a su familia. “Lo perdono”, dijo la joven madre de 36 años, refiriéndose al asesino de su esposo, “porque fue lo que hizo Jesucristo y lo que Charlie haría. La respuesta para el odio no es el odio. La respuesta que conocemos del Evangelio es siempre amor y más amor. Amor para nuestros enemigos, amor para aquellos que nos persiguen”.
Cuando llegó el turno de Trump al final de la ceremonia, la muy respetable coherencia cristiana de Kirk y su esposa enfrentó una broma macabra del presidente
En un durísimo contraste, cuando llegó el turno de Trump al final de la ceremonia, la muy respetable coherencia cristiana de Kirk y su esposa enfrentó una broma macabra del presidente. “Él no odiaba a sus oponentes. Quería lo mejor para ellos”, dijo el mandatario del difunto, para añadir a continuación: “Ahí es donde discrepaba con Charlie. Odio a mis oponentes y no quiero lo mejor para ellos. Lo siento. Lo siento, Erika”.
El fomento del odio es un instrumento muy útil para los poderosos. A través de la manipulación afectiva de las masas, quien ostenta el poder va ejerciendo cada vez mayor control sobre la sociedad, porque en las personas el sentimiento “contra” algo suele activarse con menos obstáculos que el sentimiento “a favor” de algo.
Friedrich Hayek lo explicó así: “Le es más fácil a la gente ponerse de acuerdo sobre un programa negativo, sobre el odio a un enemigo, sobre la envidia a los que viven mejor, que sobre una tarea positiva. La contraposición del nosotros y el ellos, la lucha contra los ajenos al grupo, parece ser un ingrediente esencial de todo credo que enlace un grupo para la acción común. Por consecuencia, lo han empleado siempre aquellos que buscan no solo el apoyo para una política, sino la ciega confianza de las masas”.
El líder populista es, por encima de todo, un sistemático activador de las emociones –mientras más básicas, mejor– de los pueblos. Conduce a su gente a punta de exaltación, de desmesura discursiva, de motivaciones cargadas de maniqueísmo; todo lo que plantea se proyecta en blanco y negro, desde el fondo de una trinchera, como si el mundo no pudiera dividirse más que entre amigos y enemigos.
Los verdaderos estadistas, en cambio, no se dedican a instrumentalizar los sentimientos de sus seguidores, sino que saben identificar el tipo de emociones que despiertan y se controlan a la hora de encausar, procurando el bien objetivo, esas emociones.
Antes que enseñarles a detestar a los nazis, Winston Churchill pidió a los británicos “sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas” en una lucha desigual contra la tiranía, y fue así como encabezó la resistencia heroica del único país que se mantuvo solo contra Hitler antes de 1941. Abraham Lincoln, victorioso en la Guerra Civil norteamericana, pudo haber perpetuado las heridas del conflicto incentivando venganzas por doquier; lejos de eso, abanderó un proceso de reconciliación que galvanizó los frutos de una paz duradera.
Antes que enseñarles a detestar a los nazis, Winston Churchill pidió a los británicos “sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas” en una lucha desigual contra la tiranía
¿Y qué decir de Nelson Mandela, uniendo a sus compatriotas sudafricanos luego de la larga pesadilla del apartheid, o de Václav Havel, que otorgó amnistías desde la presidencia a los mismos líderes del régimen comunista checo que lo habían encarcelado?
Es sencillo entender la diferencia. Hugo Chávez desarticuló social y económicamente a Venezuela tras haber convencido a las masas de que él sería mejor que los “malditos burgueses vendepatrias”. ¡Tanto rencor para llegar al poder, acumularlo hasta la demencia y destruir con él a una nación entera!
El odio, pues, aunque tenga su momento a la hora de impulsar carreras políticas, siempre termina exhibiendo las miserias de aquellos que son incapaces de encarnar una legítima fuerza moral. Preguntémonos cuánta división y rencillas necesita despertar un “líder” y sabremos qué lugar deshonroso le asigne probablemente la Historia.