El periodismo valiente y las democracias agonizantes
Opinión
Lo que el público demanda es integridad profesional, y eso es lo mínimo que un periodista puede y debe ofrecerle
San Salvador/Refiriéndose a su compatriota, el sacerdote y literato Benito Feijóo, don Marcelino Menéndez y Pelayo, el más influyente académico español de su tiempo, escribió con sorna que no quería “hacerle la afrenta de llamarle periodista, aunque algo tiene de eso en sus peores momentos”.
Curioso resulta el dato por dos razones: primero, porque grafica cuánta animadversión causaba, entre los intelectuales ibéricos de principios del siglo XX, el oficio periodístico —considerado por muchos de ellos como la devaluación de la literatura—, y en segundo lugar, porque Menéndez y Pelayo siempre gozó, mientras tuvo vida, de lo que hoy llamaríamos “buena prensa”.
Lejos estaba don Marcelino de imaginar que el periodismo se convertiría, a fuerza de demostrarlo, ya no solo en un poder social ineludible, capaz de cincelar la cultura, sino en espacio primordial para decidir el fortalecimiento y hasta la permanencia de las democracias en el mundo moderno.
El valor de la opinión, así como el de los vehículos que la transmiten, es incuestionable. En su inmortal obra de 1859, Sobre la libertad, John Stuart Mill aporta el argumento liberal clásico sobre el tema: “Si se silenciara una opinión, esa opinión, hasta donde tenemos conocimiento, pudiera encerrar la verdad. Negarla es suponer nuestra propia infalibilidad. En segundo lugar, aun cuando la opinión silenciada fuese errónea, bien pudiera contener —y de hecho frecuentemente contiene— parte de la verdad; y por cuanto la opinión general o dominante sobre algún tema es rara vez toda la verdad, es únicamente en el libre choque de ideas opuestas que nace la oportunidad de alcanzar el resto de la verdad”.
El periodismo en esta época sigue enfrentando enemigos poderosos, desde los que llenan cárceles con informadores críticos hasta aquellos que silencian las opiniones con métodos más sofisticados
De ahí la importancia de la libertad de expresión y sus garantías, así como de la lucha que deben librar los pueblos por conservarla. El periodismo en esta época sigue enfrentando enemigos poderosos, desde los que llenan cárceles con informadores críticos hasta aquellos que silencian las opiniones con métodos más sofisticados, como el recurso a la intimidación digital o el pago a diseminadores de noticias falsas.
El Nobel de Literatura de 1989, Camilo José Cela, sin hacer concesiones gratuitas, decantó su ingenio hacia una mayor comprensión del oficio periodístico, augurando éxitos al comunicador que aspirara “al entendimiento intelectual y no al presentimiento visceral de los sucesos y las situaciones”, en una permanente (y sana) revisión de su actitud personal frente a la realidad. Tomando en cuenta la variedad de circunstancias que complejizan la relación entre el profesional de la noticia y el movedizo terreno de los hechos, la reflexión es oportuna.
Por supuesto, difieren las formas en que un medio de comunicación, ejerciendo su libertad, responde a la obligación de informar con veracidad. Lo que tendría que ser uniforme es el esfuerzo —no solo constante, sino creciente— de conquistar esa cuota mínima de conciencia y responsabilidad que idealmente debería estar detrás de toda búsqueda honesta de la verdad. Es ahí, en ese pequeño hueco, donde se ganan o se pierden credibilidades.
Volviendo a citar el Dodecálogo de Cela, ahí se establece: “El respeto a la verdad, el sencillo e inmediato homenaje que día a día ha de prestarse a la verdad, debe guiar los pasos del periodista que aspire a representar su papel con dignidad, grandeza y eficacia…”. Y efectivamente, al ámbito de la conciencia editorial pertenece el deber de preguntarse, en medio del ajetreo diario, qué criterios definen lo que se considera de interés público y cómo se aplicarán estos criterios en la articulación de la noticia. Y allí, como en casi todo, las propuestas son tan múltiples como los pensamientos, las experiencias y hasta los prejuicios.
El problema, muchas veces, no estriba en definir qué verdad se dice, sino de cuánta verdad se prescinde. Provoca desconfianza, por ejemplo, la actitud del que yo llamo “periodista mosca”, ese tipo de merodeador de la noticia que va a la realidad con la misma avidez de las moscas en los jardines: buscando única y exclusivamente los desperdicios. Este instinto coprófago no se limita a “nutrirse” de la podredumbre, sino que la presenta como lo más emblemático del contorno. Lo cuestionable aquí no es que se quiera hablar de la porquería que pueda haber en un jardín, sino la pretensión de convertir esa porquería ¡en todo el jardín!
En casos muy polémicos, exponer parcialmente la verdad puede ser tan poco ético como no exponerla. Dependiendo de los alcances que tenga su nota, un periodista profesional sabe que el contexto es un deber ineludible
En casos muy polémicos, exponer parcialmente la verdad puede ser tan poco ético como no exponerla. Dependiendo de los alcances que tenga su nota, un periodista profesional sabe que el contexto es un deber ineludible. Y contextualizar significa ofrecer al público la perspectiva real del jardín que se tiene ante los ojos, presentando sin exageración las distancias que median entre las rosas fragantes y los excrementos.
Hubert Beuve-Méry, fundador del diario Le Monde, dijo una vez: “En periodismo la objetividad no existe; la honestidad, sí”. Lamentablemente, antes que para descubrir la verdad y exponerla, algunos ejercen su labor para justificar teorías propias. A cambio de su atención o preferencia, sin embargo, lo que el público demanda es integridad profesional, y eso es lo mínimo que un periodista puede y debe ofrecerle.
Si buceamos en las complejidades de la naturaleza humana, a nadie debe extrañar que la libertad de expresión sea una de las más vulnerables conquistas de la civilización moderna. Pese a esa fragilidad, sin embargo, debe insistirse en que el periodismo honesto, ejercido con valentía, bien puede ser el último reducto de las democracias agonizantes.