Crónica de un balsero de a pie (II)

Segunda parte del testimonio de un cubano que ha emprendido el peligroso viaje de Guatemala a EE UU

Finca en la selva de Veracruz donde se hospedan los migrantes cubanos camino a EE UU. (M.J. Penton)
Finca en la selva de Veracruz donde se hospedan los migrantes cubanos camino a EE UU. (M.J. Penton)
Mario J. Penton Martínez

17 de noviembre 2015 - 09:22

Frontera Guatemala/México/Los días pasan lentamente en las inmediaciones del fronterizo río Suchiate. Guatemala por esos días llora la muerte de centenares de personas sepultadas en la tragedia del Cambray II. En "la casa de la espera", como la bautizamos, ocho cubanos seguimos aguardando el momento en que nos saquen de allí para cruzar la frontera y encaminarnos a Estados Unidos. Los cubanos llegan a cuentagotas desde Ecuador y traen consigo las historias del cruce de fronteras. Colombia, al parecer, era el escollo más importante. Desde allí llegaron en lancha a Panamá. Una avioneta los adentró en el país y la red de tráfico humano se encargó del resto. Varios miles de dólares abonan el rastro de la mayor ruta del éxodo cubano. Personas que desaparecieron al caer al mar, asaltados por maleantes, mujeres violadas... Todo un cúmulo de historias que conocemos por transmisión oral y que algún día los historiadores deberán dejar por escrito para la memoria histórica de la nación cubana.

Cae la noche en el momento en que nos avisan de improviso: "Se van en 20 minutos". Alegría, sorpresa y consternación tras 15 días de espera, las últimas palabras a los familiares, la preparación al salto definitivo. "Mi hermano, si en 15 días no sabes nada de mí, puedes decirle a mami que algo me pasó en México". Es un momento verdaderamente dramático para todos. Nos uniremos en el camino a otro grupo con centroamericanos, al menos eso se nos dice. Habrá que sortear 27 puntos de control fijos desde Guatemala a México DF, más los que la Policía Federal mexicana improvise.

El viaje en camioneta hasta el río dura media hora. La estridente música cristiana del coyote contrasta con la quietud de las milpas. Finalmente, el coyote nos entrega al guía, la persona que nos llevará hasta la Ciudad de México. Una última plegaria con el respectivo envío solemne, como el que se le hace a los misioneros, es el recuerdo que nos deja nuestro coyote Juan. El guía, Carlos, es una persona sencilla, e incluso me atrevería a decir que algo de nobleza brilla en sus ojos. Vivió un tiempo en Estados Unidos como mojado, pero se regresó a Guatemala cuando la vida allá se le hizo insoportable sin su familia. Ahora se dedica a este negocio, que, según nos cuenta, le da en una semana lo que tardaría tres meses en conseguir con su oficio de labrador.

Nos informan de que se nos unirán dos guatemaltecos, entre ellos una muchacha que, antes de salir, le pide al 'coyote' que lleve condones suficientes porque teme ser violada

El primer reto es cruzar el río Suchiate. Es medianoche y estaba crecido, al punto de tener que esperar dos horas para, no sin riesgos, poderlo hacer. Una frágil cámara de tractor amarrada con tablas nos traslada a la otra orilla. Allí nos informan de que se nos unirán dos guatemaltecos, entre ellos una muchacha que, antes de salir, le pide al coyote que lleve condones suficientes porque teme ser violada. Entre milpas y selvas, caminamos alrededor de dos horas. Los perros y la luz de los vecinos nos hacen correr en estampida. Todos seguimos al líder, pues las órdenes son claras: estamos en un ejercicio de supervivencia. Llegamos a un riachuelo que las lluvias recientes habían convertido en un caudal importante. El agua nos empuja con fuerza a la altura del pecho, mientras sobre la cabeza llevamos los pasaportes para que no se mojen. Las dos mujeres del grupo, una cubana y otra guatemalteca, tienen que ser auxiliadas. Esa noche termina alrededor de las cuatro de la mañana, cuando llegamos a una casa en medio de la nada. Allí conocemos a la otra parte del grupo: ocho hindúes que sin hablar español se han lanzado a la aventura de cruzar medio mundo para reunirse con sus familiares a través de la porosa frontera sur de Estados Unidos.

Antes del amanecer somos conducidos, tal y como estábamos, mojados y ateridos de frío, hasta una isla en medio de una zona pantanosa. El viaje en barca es sin dudas espectacular. La riqueza del manglar, repleto de caimanes, por cierto, nos recuerda la Ciénaga de Zapata. Los bosques, los arreboles del sol naciente, la sensación de estar cerca del mar... En aquella isla estamos ocultos todo ese día.

A un lado el mar, al otro el pantano. Es allí donde conozco a Erick, de nueve años, quien con sus profundos ojos negros y acento indígena nos cuenta los peligros de la selva y sus sueños de ser arquitecto para construir una hermosa casa para su mamá, sueños poderosos de un niño que contrastan con la humildad de los pisos de tierra y techos de láminas del lugar. Una sola comida al día nos da fuerzas para seguir. En la noche partimos, nuevamente en barca, hacia tierra firme. Conducidos en camiones hasta los puntos de control del Ejército mexicano, los bordeamos atravesando la maleza repleta de peligros: ríos, serpientes venenosas, finqueros que protegen sus propiedades de maleantes... Largas horas de camino en la noche, acompañados por la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre.

Una vez más, confirmo lo poco capacitados que estamos los que crecimos bajo la Revolución para convivir con lo diferente sin que represente una amenaza

El día nos sorprende en plena selva. Tendremos que esperar la protección de la noche para proseguir la ruta. Una lluvia torrencial hace que estemos muy unidos bajo la única manta disponible. Son horas difíciles en las que el cuidado de no ser descubiertos se combina con la protección de los documentos que nos acreditan como cubanos. Nuevamente, una comida al día. Con mi deficiente inglés trato de traducir a los desconcertados hindúes lo que el guía les dice. Entre algunos cubanos comienza la antipatía hacia aquellas personas de otra raza que, por lo demás, se la pasan rezando. El desconocimiento mutuo, avivado por los instintos primarios de un isleño que no es trigo limpio, enrarece el ambiente casi hasta el punto de comenzar una pelea. Jugar el papel de intermediario es tarea difícil. Una vez más, confirmo lo poco capacitados que estamos los que crecimos bajo la Revolución para convivir con lo diferente sin que represente una amenaza. El daño antropológico está hecho y costará generaciones superarlo.

Nuevamente, caminos impracticables en la noche, los pies deshechos de ampollas, la piel dañada por los insectos. Hambrientos y cansados nos encaminamos, atravesando una línea ferroviaria, a bordear otro punto de control. Son las dos de la mañana cuando el guía nos dice que hagamos silencio tras escuchar movimientos más adelante. Las crujientes piedras del ferrocarril no ayudan a conseguirlo. Al parecer los asaltos son comunes aquí. Esta noche tenemos suerte. El asaltante finge estar dormido junto a un enorme machete. Acostumbrado como está a asustar a grupos pequeños de mojados centroamericanos que no suelen pasar de tres o cuatro miembros, el nuestro le parece demasiado para él solo. Por ahora estamos a salvo.

El camino hasta el próximo punto de descanso es en extremo incómodo. En posición fetal vamos hacinados y ocultos en el camión. Solo los momentos en los que hay amenaza de policía son un respiro, pues debemos bajarnos a toda prisa e internarnos en la maleza para escondernos. Termina la noche y los carteles anuncian que estamos en Veracruz. Hemos pasado tres días en la tierra azteca. Llegamos a una finca donde pasaremos el día. México DF, próxima escala del viaje, está cada vez más cerca.

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Nota de la Redacción: El autor trabajó como religioso consagrado para la Iglesia católica en Guatemala durante casi dos años antes de emprender el viaje hacia Estados Unidos.

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