Víctor, el titiritero que arranca una sonrisa a los cubanos en medio de la pobreza

Caricaturistas, zanqueros, adivinos o mendigos intentan sobrevivir en una Habana Vieja sin turistas

En la calle Obispo, de La Habana Vieja, se encuentra Víctor con marioneta que mueve al compás de los pinceles. (14ymedio)
En la calle Obispo, de La Habana Vieja, se encuentra Víctor con su marioneta que mueve al compás de los pinceles. (14ymedio)
Juan Izquierdo/Juan Diego Rodríguez

06 de noviembre 2022 - 16:45

La Habana/Artistas callejeros, adivinos, mendigos, especialistas en el tarot y la lectura de manos, santeros, pagadores de promesas y carteristas. La Habana Vieja siempre está en ebullición y quienes viven en ella tienen que ganarse el pan con cualquier oficio. El talento, la picardía y la gracia criolla son, en medio de la pobreza generalizada del país, las únicas herramientas disponibles para irse a casa con un poco de dinero en el bolsillo.

Por la calle Obispo, la gente se empuja e intenta abrirse camino frenéticamente, entrando y saliendo de los comercios, farmacias, timbiriches y merenderos. Llama la atención que un grupo de personas interrumpa el paso y se detenga bajo un alero. Allí está Víctor, un joven silencioso, oculto tras las bambalinas en miniatura de su Galería Morionet.

Víctor acciona los hilos de su pequeño teatro –cuyo nombre combina al pintor Claude Monet con la palabra marioneta– y hace que su muñeco, cubano y habilidoso como él, trace sobre un cartón el retrato de un hombre.

Es un talento refinado, que no se aprende en un par de semanas. El titiritero pulsa sus hilos y el muñeco sacude el pincel, lo embarra en acuarela y avanza hasta el caballete. A veces viene un perro y el muñeco lo mira cautelosamente, sin dejar de trabajar, y luego le acaricia el hocico.

El muñeco pinta en un cuartucho que puede ser el de cualquier habanero, manchado por la pintura y del cual cuelgan dos balcones enclenques

Las personas miran la escena fascinadas: el muñeco pinta en un cuartucho que puede ser el de cualquier habanero, manchado por la pintura y del cual cuelgan dos balcones enclenques. Suena un blues de Louis Armstrong en la habitación y, cuando acaba la música, dejan caer algunas monedas en la cubeta de la Galería Morionet.

A menos que sean turistas, los transeúntes no pueden ofrecer mucho y, tras distraerse por poco tiempo de las preocupaciones con el espectáculo, deben seguir caminando por una ciudad cada vez más inhóspita. Dos policías miran con recelo al joven, que sigue en lo suyo sin prestarles mayor atención.

En las aceras, los camareros de las paladares se abalanzan sobre la gente, los interrumpen y despliegan el menú de los restaurantes sin que se pueda hacer nada para evitarlos. Nadie puede darse el lujo de comer en La Habana Vieja, pero ellos deben verse activos y encantadores, para que el dueño, que también tiene que defender su negocio, justifique sus salarios.

Sentado en el contén de la acera, un mulato vestido de blanco impoluto ofrece una lectura de cartas. A su lado, un pomo de agua y un paño donde coloca la baraja, lista para una nueva adivinación. Pero nadie se detiene y él, aburrido, se levanta, se alisa la ropa y vuelve a sentarse.

En otra esquina, un caricaturista dibuja retratos de celebridades como Chucho Valdés y Alicia Alonso. Los niños les piden a sus padres que se dejen captar por el artista, y el hombre se pone manos a la obra: curvado sobre su espalda, sostiene una tablilla en una mano y con la otra manipula su bolígrafo.

Bullangueros y vestidos con ropas de colorines, estos artistas urbanos apenas logran ahora recoger unos pocos billetes en sus sombreros de retazos y cascabeles

Los zanqueros también se han vuelto parte del paisaje de la ciudad, en especial en grupos que transitan por las calles con mayor número de turistas. Bullangueros y vestidos con ropas de colorines, estos artistas urbanos apenas logran ahora recoger unos pocos billetes en sus sombreros de retazos y cascabeles, pues la poca llegada de viajeros los ha dejado prácticamente sin clientes.

Subidos sobre sus postes de madera esperan en alguna esquina un ómnibus de Transtur del que brote algún pequeño grupo, en los alrededores de la Plaza de Armas o del Castillo de la Fuerza. El espectáculo es breve, para evitar que los turistas regresen a la guagua sin haber dejado algo de dinero que, entre risas y canciones, les hacen saber que será mejor recibido si son "euros o dólares para estos artistas callejeros".

Fuera del área turística, la situación adquiere sus tintes más lamentables. No es extraño encontrar a una anciana en bata de casa, sucia, que pide dinero para comprar unas pocas libras de boniato, o un pagador de promesas que arrastra una piedra, prendida a su tobillo con una cadena. A medida que avanza, como si fuera un alma en pena, alarga una palangana para que alguien le arroje unos kilos. La gente que lo mira, impresionados por las marcas en la pierna, poco tiene que darle.

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