Muere Wajda, el nonagenario más joven del mundo
La Habana/Este domingo el cine La Rampa, a pocos metros del malecón habanero, parecía el mismo y sin embargo era diferente. El viejo cineasta, cuya obra se proyectó tantas veces en la pequeña sala, había muerto. Andrzej Wajda cerró sus ojos en Polonia, a la edad de 90 años, y sus seguidores en la Isla quedan huérfanos de una filmografía que significó un respiro en los años en que la cartelera rebosaba cintas soviéticas de proletarios y soldados heroicos.
El público cubano siempre amó a Wajda. Era un amor cómplice, como un guiño. Un romance con alguien que había comprendido que después de la épica llega el cinismo, el enfrentamiento entre las partes y el poder ejercido a capricho. Narraba su tierra natal, expoliada y ocupada infinidad de veces por potencias extranjeras, pero muchos de sus dramas encajaban en la arista tropical de la utopía cubana con inquietante exactitud.
Cuando el director llegó de visita a la Isla en 1961, el país se sacudía entre la euforia de los vencedores y el pánico de los vencidos. En aquel entonces Wajda era joven y no se le podía llamar "el viejo polaco", como más tarde acuñaron sus seguidores para ahorrarse la difícil pronunciación de su apellido, pero ya transpiraba una sabiduría que conmovió a muchos.
"Para ustedes hay algunas cosas demasiado claras, ya que toman parte en ellas de manera directa. De ahí surge el peligro de que hagan películas que resulten comprensibles únicamente para los cubanos", advirtió a sus colegas de la Isla, envueltos en el frenesí de testimoniar la realidad.
Narraba su tierra natal, expoliada y ocupada infinidad de veces por potencias extranjeras, pero muchos de sus dramas encajaban en la arista tropical de la utopía cubana con inquietante exactitud
"No hay que partir del todo, sino más bien de lo posible, hay que mostrar la realidad a través del detalle", sentenció entonces, sabedor también de que al poder no le gustan las pequeñas cosas, sino lo monumental y apabullante. Esas minucias del alma de sus protagonistas que hicieron grandes a sus filmes e incómodas a sus historias, porque en medio de la grandilocuente construcción de un nuevo sistema, ¿quién iba a detenerse en aquellos pormenores?
Wajda llegó a Cuba precedido de una filmografía que ya lo situaba entre los grandes. Las cintas Generación (1955), La patrulla de la muerte (1957), y Cenizas y diamantes (1958) le habían ganado el aplauso del público y la entrada a ese selecto club de los cineastas imperecederos e inolvidables. Era un ídolo que caminaba.
Sin dejarse deslumbrar demasiado por la versión oficial que le mostraron, Wajda prefirió sacar sus propias conclusiones en el contacto con la gente y los artistas del momento. Así lo hizo saber en una entrevista que ofreció a Prensa Latina, en la que aseguró: "Las conversaciones con los jóvenes cubanos me acercarán otra vez al tema que me preocupa desde hace años y que no quisiera abandonar: los primeros arrebatamientos y derrotas y los primeros triunfos".
Wajda estaba extasiado y espantado con la Cuba que encontró, tal y como contaría años más tardes a varios exiliados del país que terminaron pasando por Varsovia. "Sentía que me vigilaban en cada esquina y que cuando alguien me iba a decir algo importante se acercaba mucho a mi oído o bajaba la voz", confesó a un escritor de la Isla que lo conoció a principios de este siglo.
Sin embargo, Wajda dejó mucho más de lo que se llevó consigo de Cuba. Aunque nunca filmó una cinta en la Isla, su mirada de los conflictos bélicos y sociales -representados con crudeza y humanidad- impregnaron parte de la filmografía que se hizo en el país. El polaco fue el mejor antídoto contra el realismo socialista que se quiso imponer en la gran pantalla a partir de la década de los setenta.
En una mesa redonda sobre cine en la que Wajda participó en 1961, el cineasta cubano Tomás Gutiérrez Alea (Titón) hizo notar que ya presentía los peligros que vendrían y le preguntó insistentemente al invitado: "¿Cuáles son los problemas que a su juicio se le presentan a un artista en un país socialista?". La respuesta se la daría años más tarde la propia realidad: la censura, el clientelismo político y el miedo.
Fue el mejor antídoto contra el realismo socialista que se quiso imponer en la gran pantalla a partir de la década de los setenta
Wajda siguió visitando a los cubanos a través de sus películas. La ternura de Paisaje después de la batalla (1970), la descarnada visión de Sin anestesia (1978) y el ausente protagonista de Todo para vender (1970) cautivaron a los cinéfilos y empujaron a los directores un paso más allá, hacia el atrevimiento.
Años más tarde, y tras el desplome de la URSS y la llegada de la democracia a Polonia, Wajda contaría en una entrevista el secreto de la permanencia de su obra en la gran pantalla. "Sabíamos que lo que verificaban los censores eran los diálogos y nos cuidábamos de no incluir nada que estuviera en contra de la ideología comunista. Si uno quería decir algo, en lugar de la palabra usaba la imagen, que significaba mucho más".
En Cuba, aunque se siguen programando sus películas de antaño, el oficialismo miró con reservas el filme Katyń (2007) acerca de la masacre de miles de oficiales polacos a manos de la policía secreta soviética en 1940. No le perdonaron al director que sacara del clóset los viejos esqueletos de los desmanes estalinistas, que en los medios cubanos nunca han sido explicados ni condenados. La cinta apenas se presentó en una sala de La Habana, repleta de público.
El pasado mes de septiembre, el director polaco volvió junto a los cubanos, cuando se proyectaron en el Cine 23 y 12 las películas inspiradas en sus piezas dramáticas La boda, Dantón, y La Venganza. Un espacio teórico titulado Wajda en mí atrajo a los seguidores de su filmografía y fue apoyado por la embajada de Polonia en La Habana.
Pocas semanas después llega la noticia de su muerte, como si se hubiera ido, alejándose por un largo camino, mientras deja a los espectadores frente a la pantalla por donde discurren los largos créditos de una vida dedicada al cine, a la verdad y al arte.